Capítulo 55

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La primera noche que Isabel había pasado en Gardencourt años atrás, Ralph le había dicho que, si llegaba a sufrir lo suficiente, tal vez algún día vería al fantasma del que aquella vieja casa estaba debidamente provista. Al parecer ya había cumplido ese requisito, pues a la mañana siguiente, a la fría y tenue luz del amanecer, Isabel supo que había un espíritu junto a su cama. Se había acostado sin desvestirse, convencida de que Ralph no sobreviviría a aquella noche. No era que tuviese ganas de dormir; permanecer en vela mientras esperaba, pero aun así cerró los ojos, convencida de que en el transcurso de la noche llamarían a su puerta. Nadie llamó, pero, cuando la oscuridad comenzaba a volverse vagamente gris, se incorporó en la cama de forma tan súbita como si hubiera oído el golpe en la puerta. Por un instante le pareció que estaba allí, como una figura imprecisa flotando en la imprecisión de la estancia. Isabel lo miró fijamente un momento y vio su pálido rostro, sus amables ojos; luego comprobó que no había nada. No sentí miedo, solo una profunda certeza. Salió de la habitación y, poseída por esa certidumbre, atravesó oscuros pasillos and bajó un tramo de escalones de roble que brillaban a la tenue luz de una ventana del vestíbulo. Se detuvo un momento ante la puerta de Ralph y escuchó, pero solo le pareció oír el silencio que la dominaba. Abrió la puerta con tanta suavidad como si estaba levantando el velo del rostro de un muerto, y vio a la señora Touchett sentada inmóvil y muy erguida junto a la cama de su hijo, con una de sus manos en la suya. El médico estaba al otro lado, sosteniendo la otra muñeca del pobre Ralph entre sus profesionales dedos. La enfermera y el sirviente estaban entre ambos a los pies de la cama. La señora Touchett no se percató de la presencia de Isabel, pero el médico la miró fijamente, y luego dejó con mucho cuidado la mano de Ralph junto al cuerpo en la posición adecuada. La enfermera también la miró con intensidad, pero nadie dijo nada; aún así, Isabel comprobó lo que había ido a ver. El rostro de Ralph estaba más hermoso de lo que lo había sido en vida, y guardaba un extraño parecido con el de su padre, que Isabel había visto yaciendo sobre la misma almohada seis años atrás. Se acercó a su tía y la rodeó con un brazo; la señora Touchett, que por lo general ni se prestaba a las caricias ni las recibía con agrado, aceptó aquella durante unos instantes, e incluso se incorporó un poco más para recibirla. Aun así, permaneció rígida y con los ojos secos, y mantuvo en su agudo y pálido rostro una expresión que resultaba terrible.

—Mi querida tía Lydia —murmuró Isabel.

—Da gracias a Dios por no tener hijos —dijo la señora Touchett, apartándose suavemente de su abrazo.

Tres días después, un considerable número de personas encontró tiempo, en el momento más álgido de la «temporada» londinense, para coger un tren matutino hasta una tranquila estación de Berkshire y pasar media hora en una pequeña iglesia gris que estaba a escasa distancia. Fue en el verde cementerio de ese edificio en el que la señora Touchett entregó a su hijo a la tierra. Ella estaba al borde de la tumba con Isabel a su lado, y ni siquiera el propio sacristán parecía tener un interés más práctico en la escena que la señora Touchett. Era una ocasión solemne, pero tampoco especialmente dura o penosa, y hasta todo presentaba cierto aspecto jovial. Hacía buen tiempo; el día, uno de los últimos del traicionero mayo, era cálido y sin viento, y la atmósfera tenía el brillo del espino y del mirlo. Era triste pensar en el pobre Touchett, pero tampoco en exceso, ya que en su muerte no había habido violencia. Llevaba tanto tiempo muriéndose que estaba totalmente preparado para ello, y del mismo modo todo había estado listo para cuando ocurriese lo que se sabía inevitable. Isabel tenía lágrimas en los ojos, pero no llegaban a cegarla. A través de ellas podía contemplar la belleza del día, el esplendor de la naturaleza, el encanto de aquel viejo cementerio inglés, las cabezas inclinadas de unos buenos amigos. Lord Warburton estaba allí, así como un grupo de caballeros a los que no conocía, varios de los cuales, como supo después, estaban relacionados con el banco. Había otros asistentes a los que sí conocía. La señorita Stackpole estaba en primera fila con el bueno del señor Bantling a su lado, y también Caspar Goodwood, con la cabeza más erguida que el resto o inclinándose menos que las demás. Durante buena parte del tiempo Isabel fue consciente de la mirada del señor Goodwood, que la estaba contemplando de una forma algo más intensa de lo que solía mirar en público, mientras que los otros tenían la vista fija en la hierba del cementerio. Pero Isabel no le dejó ver en ningún momento que sabía que la estaba mirando, y solo pensó en él para extrañarse de que todavía siguiera en Inglaterra. Se dio cuenta de que había dado por sentado que, una vez que acompañase a Ralph a Gardencourt, se marcharía, ya que recordaba lo poco que le gustaba el país. Sin embargo, allí estaba, de forma muy notoria, y había algo en su actitud que parecía indicar que se hallaba en aquel lugar con alguna intrincada intención. Isabel no quiso mirarlo a los ojos, aunque sin duda habría hallado compasión en ellos; pero su presencia hacía que se sintiera bastante incómoda. Al dispersarse el pequeño grupo, el señor Goodwood desapareció, y la única persona que se acercó a hablar con Isabel, mientras otras lo hacían con la señora Touchett, fue Henrietta Stackpole. Henrietta había estado llorando.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora