Capítulo 20

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Un par de semanas después del suceso, llegó madame Merle en un coche de punto a la casa de Winchester Square. Al descender del vehículo, la dama divisó, colgada entre las ventanas del comedor, una gran y pulcra placa de madera en la que, sobre fondo negro, se podía leer con claridad escrito en letras blancas: «Mansión señorial de pleno dominio en venta» , seguido del nombre del agente al que había que dirigirse. «Es evidente que no pierden el tiempo —se dijo la visitante mientras, tras haber llamado a la puerta con la enorme aldaba de bronce, esperaba a que le abriesen—, ¡qué prácticos son en este país!». Y una vez en el interior de la casa, cuando subía al salón, advirtió múltiples señales de abandono: cuadros descolgados de las paredes y colocados sobre los sofás, ventanas desprovistas de cortinajes y suelos desnudos.

—Sé lo que me vas a decir: que era un hombre muy bueno. Pero mejor que yo no lo sabe nadie, puesto que conmigo tuvo más oportunidades de demostrarlo. Creo que, en ese sentido, he sido una buena esposa. —La señora Touchett agregó que, al parecer, al final su marido lo había reconocido—. Ha sido de lo más generoso conmigo; no digo que se mostró haya más generoso de lo que yo esperaba, porque yo no albergaba esperanzas concretas. Tú sabes bien que yo en general no espero nada. Pero supongo que él tuvo un bien reconocer el hecho de que, pese a que yo haya vivido mucho en el extranjero y me haya integrado, se puede decir que con total libertad, en la vida de otro país, jamás haya mostrado ni un ápice de interés por nadie más.

«Por nadie que no seas tú», art madame Merle para sus adentros, aunque dicha reflexión fue completamente inaudible.

—Jamás sacrifiqué a mi esposo por otro —prosiguió la señora Touchett con aquella brusquedad tan suya.

«Oh, no —pensó madame Merle—. Tú jamás has hecho nada por nadie ».

Había un cierto cinismo en aquellas reflexiones calladas que requiere una explicación; tanto más cuanto que no concuerdan ni con la imagen —tal vez un tanto superficial— que hasta el momento se ha dado del personaje de madame Merle ni con los hechos en sí de la historia de la señora Touchett; tanto más, asimismo, cuanto que madame Merle tenía motivos más que fundados para estar convencida de que aquella última observación de su amiga no debía interpretarse en absoluto como un ataque velado contra ella. La verdad es que, desde el mismo momento en que había cruzado el umbral de aquella casa, había tenido la impresión de que la muerte del señor Touchett había tenido sutiles consecuencias, y que estas habían beneficiado a un pequeño círculo de personas en el que ella no estaba incluida. Por supuesto, lo natural era que un acontecimiento de ese calibre tuviese consecuencias, y en más de una ocasión ella misma se había dedicado a imaginarlas durante su estancia en Gardencourt. Pero una cosa era barruntar mentalmente el asunto, y otra muy distinta ver a su alrededor las enormes consecuencias del mismo. La idea de un reparto de bienes —a punto estuvo de llamarlos despojos— se adueñó en aquel momento de sus sentidos y la sensación de verse excluida del mismo la llenó de irritación. Nada más lejos de mi intención que querer describirla como una de esas bocas hambrientas o de esos corazones llenos de envidia propios del común de los mortales, pero, como ya hemos descubierto, madame Merle albergaba deseos que jamás se habían visto satisfechos. De habérselo preguntado, está claro que habría reconocido, con una sonrisa elegante y altanera, que ella no tenía el más mínimo derecho a parte alguna de las reliquias del señor Touchett. «Nunca hubo nada entre nosotros», habría dicho. Y después añadiría chasqueando los dedos: «Ni tanto así, pobre hombre». Me apresuro a añadir asimismo que, si bien en aquel momento era incapaz de evitar una codicia un tanto perversa, se cuidó muy bien de no traicionarla. Al fin y al cabo, las ganancias de la señora Touchett le despertaban la misma simpatía que sus propias pérdidas.

—Me ha dejado esta casa —dijo la recién enviudada—, pero está claro que no voy a vivir en ella; mi casa de Florencia es mucho mejor. Hace apenas tres días que se leyó el testamento, pero ya la he puesto a la venta. También cuento con una participación en el banco, pero aún no tengo claro si estoy obligada a mantenerla. De no ser así, es seguro que la retire. Ralph, como es natural, se queda con Gardencourt, pero no sé muy bien si cuenta con los medios necesarios para mantenerlo. Está claro que ha quedado en muy buena posición, pero su padre ha repartido una cantidad inmensa de dinero: ha dejado legados a un montón de primos lejanos de Vermont. Ralph, por otro lado, tiene mucho aprecio a Gardencourt y podría vivir allí perfectamente durante el verano, sin más ayuda que una criada para todo y un mozo para el jardín. El testamento de mi marido incluye una cláusula sorprendente — prosiguió la señora Touchett—: le deja una fortuna a mi sobrina.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora