Capítulo 4

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La señora Ludlow era la mayor de las tres hermanas, y la que normalmente era considerada la más sensata; se las solía catalogar a Lilian como la práctica, a Edith como la bella ya Isabel como la más «intelectual». La señora Keyes, la segunda del grupo, era esposa de un oficial del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos, y como en nuestro relato no volverá aparecer, es suficiente con decir que era en efecto muy bonita y que servía de adorno en los distintos destinos militares, situados principalmente en el poco refinado oeste, a los que, para enorme disgusto suyo, se veía sucesivamente relegado su marido. Lilian se había casado con un abogado de Nueva York, un joven de voz potente y lleno de entusiasmo por su profesión; no era un gran partido, como tampoco lo era el de Edith, pero en alguna ocasión se había comentado que Lilian podía considerar una joven afortunada por el simple hecho de casarse, ya que era mucho menos agraciada que sus hermanas. Sin embargo, era muy feliz, y ahora, como madre de dos pequeños tiranos y señora de una casita de piedra rojiza brownstone, encajonada como a la fuerza en la calle Cincuenta y tres, parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel. ya que era mucho menos agraciada que sus hermanas. Sin embargo, era muy feliz, y ahora, como madre de dos pequeños tiranos y señora de una casita de piedra rojiza brownstone, encajonada como a la fuerza en la calle Cincuenta y tres, parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel. ya que era mucho menos agraciada que sus hermanas. Sin embargo, era muy feliz, y ahora, como madre de dos pequeños tiranos y señora de una casita de piedra rojiza brownstone, encajonada como a la fuerza en la calle Cincuenta y tres, parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel. parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel. parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel.

—Jamás he sido capaz de seguir el ritmo de Isabel: no me habría quedado tiempo para otra cosa —había comentado en más de una ocasión, pese a lo cual, no obstante, siempre la tenía presente con cierta nostalgia; y la vigilaba como una maternal spaniel haría con un galgo en libertad—. Quiero verla felizmente casada, eso es lo que quiero ver.

—Pues yo, por mi parte, no debería ningún deseo especial de casarla.

Edmund Ludlow estaba acostumbrado a responder en un tono fuertemente audible.

—Sé que lo dices por discutir; siempre me llevas la contraria. No sé qué es lo que tienes en su contra, como no sea su originalidad.

—Es que no me gustan los originales; me gustan las traducciones —había respondido el señor Ludlow en más de una ocasión—. Isabel está escrita en un idioma extranjero. Yo no la entiendo. Debería casarse con un armenio o un portugués.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora