Capítulo 53

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No fue con sorpresa, sino con una sensación que en otras circunstancias se parecería mucho a la alegría, con lo que, al descender del tren correo de París en Charing Cross, Isabel cayó, si no en brazos, cuando menos en las manos de Henrietta Stackpole. Había telegrafiado a su amiga desde Turín y, aunque no estaba totalmente convencida de que Henrietta fuera a recibirla, había intuido que su telegrama produciría algún resultado útil. Durante su largo viaje desde Roma su mente se había entregado a vaguedades, pues había sido incapaz de pensar seriamente en el futuro. Había realizado el viaje sin que sus ojos vieran nada y sin obtener mucho placer de los países que iba atravesando, pese a estar engalanados con la exuberante lozanía de la primavera. Sus pensamientos parecían transitar a lo largo de otros países, extrañas tierras poco iluminadas y sin senderos en las que al parecer no había cambios de estaciones, sino tan solo un perpetuo y terrible invierno. Tenía mucho en lo que pensar, pero no eran ni sus reflexiones ni ningún propósito consciente lo que ocupaba su mente. Por ella pasaban imágenes inconexas, así como repentinos y tristes destellos de recuerdos y expectativas. El pasado y el futuro iban y venían a su antojo, pero ella solo los veía en imágenes intermitentes que surgían y desaparecían siguiendo su propia lógica. Era extraordinario todo lo que podía recordar. Ahora que conocía el secreto, ahora que sabía algo que tanto la concernía y cuyo eclipse había hecho que la vida le pareciese un intento de jugar al whist con una baraja incompleta, la verdad de las cosas, las relaciones mutuas entre estas, su significado y , en buena parte, su horror, surgieron ante ella con una especie de grandiosidad arquitectónica. Recordaba infinidad de minucias que cobraban vida con la espontaneidad de un escalofrío. En su momento le había parecido minucias, pero ahora veía que tenían gran importancia. Y sin embargo, incluso ahora, no dejaban de ser minucias, pues tampoco le servía de nada comprenderlas. Ya nada parecía serle de utilidad. Todo propósito o intención estaba anulado, así como todo deseo, salvo el de llegar a su anhelado refugio. Gardencourt había sido el punto de partida, y regresar a esas silenciosas estancias supondría al menos una solution temporal. Había salido de allí en plenitud de sus fuerzas, y ahora volvía con toda su debilidad; si antes había sido un lugar de descanso, ahora sería un santuario. Envidió a Ralph que se estuviese muriendo, porque si uno quería descansar, no había otra forma más perfecta de hacerlo. Acabar por completo, abandonarlo todo y no saber nada más era una idea tan dulce como la visión de un baño frío en una bañera de mármol, en una habitación a oscuras, en una tierra ardiente.

De hecho, durante el viaje desde Roma hubo momentos en los que prácticamente fue como estar muerta. Permanecía sentada en su rincón, inmóvil, pasiva, tan solo dejándose llevar, y tan distanciada de cualquier esperanza o lamentación que se recordó a una de esas figuras etruscas reclinadas sobre el receptáculo de sus cenizas. Ya no había nada que lamentar, eso ya había terminado. No solo el momento de cometer locuras, sino también el de arrepentirse, habían quedado atrás. Lo único de lo que se lamentaba era de que madame Merle hubiera sido tan bueno, algo tan inimaginable. Justo en ese momento su inteligencia flaqueó, ante su total incapacidad para definir qué era lo que había sido madame Merle. De todas formas, fuera lo que fuese, era la propia madame Merle quien tenía que lamentarlo, y sin duda lo haría en Estados Unidos, adonde había anunciado que pensaba marcharse. Ya no era asunto de Isabel, que solo tenía la sensación de que no volvería a verla nunca. Esa sensación la transportó hacia el futuro, del que de vez en cuando vislumbraba atisbos entrecortados. Se vio a sí misma, al cabo de muchos años, todavía con la misma actitud de una mujer que tenía que vivir la vida, lo cual contradecía lo que sentía en esos momentos. Tal vez lo mejor fuera irse lejos, muy lejos, mucho más allá de la pequeña, verde y gris Inglaterra, pero era evidente que ese privilegio le sería denegado. En lo más profundo de su alma, más profunda que cualquier deseo de renuncia, latía la sensación de que de ahora en adelante la vida sería su principal ocupación durante mucho tiempo. Y había momentos en que dicha convicción tenía algo de acicate, resultaba casi vivificadora. Era una demostración de fuerza, de que algún día volvería a ser feliz. No podía ser que solo viviera para sufrir; al fin y al cabo aún era joven, y todavía podían pasarle muchas cosas. Se consideraba demasiado valiosa y capacitada como para vivir solo para sufrir, solo para ver cómo las heridas de la vida se iban repitiendo y haciendo más grandes. Entonces se preguntó si no sería vanidoso y estúpido tener tan buen concepto de sí misma.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora