Capítulo 50

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Como la condesa Gemini estaba muy poco familiarizada con los monumentos clásicos, Isabel se ofreció a llevarla de vez en cuando a ver esas interesantes reliquias y conferir a sus paseos vespertinos un cierto carácter de estudio de la Antigüedad. La condesa, que afirmaba considerar a su cuñada un prodigio de erudición, no puso ninguna objeción, y contemplaba las imponentes obras de enladrillado romano con tanta paciencia como si hubieran sido montones de telas modernas. Carecía de sentido de lo histórico, aunque sí poseía para algunos temas el gusto por lo anecdótico y, por lo que a ella respeba, el de la voluntad de sacrificio, pero estaba tan encantada de encontrarse en Roma que estaba dispuesta a dejarse llevar. Con gusto habría pasado una hora todos los días en la húmeda oscuridad de las Termas de Tito si hubiera sido condición indispensable para que se quedase en el palazzo Roccanera. No obstante, Isabel no era una cicerone muy estricta; visitaba las ruinas fundamentalmente porque le ofrecían una excusa para hablar de otros temas que no fueron los amoríos de las damas de Florencia, sobre los que su acompañante nunca se cansaba de proporcionarle abundante información. Hemos de añadir que, durante esas visitas, la condesa se abstenía de abordar cualquier forma de investigación activa; prefería quedarse sentada en el carruaje y exclamar que todo era muy interesante. Era de ese modo como hasta ese momento había explorado el Coliseo, para gran pesar de su sobrina, la cual, con todo el debido respeto a su tía, no acababa de entender por qué esta no podía bajarse del vehículo para acceder al interior del monumento. Pansy tenía tan pocas oportunidades de recorrer a sus anchas lugares que su punto de vista no era del todo desinteresado; resulta fácil adivinar que albergaba la secreta esperanza de que, una vez dentro, podría convencer a la invitada de sus padres para que subieran hasta las gradas superiores. Llegó el día en que la condesa anunció su disposición a emprender dicha hazaña; fue durante una de esas suaves tardes de marzo en las que ese mes ventoso se manifiesta con ocasionales ráfagas de brisa primaveral. Las tres damas entraron juntas en el Coliseo, pero Isabel dejó a sus acompañantes para vagar a solas por el lugar. Había ascendido a menudo a esas desoladas gradas desde las que las multitudes romanas bramaban enfervorecidas, y en las que ahora brotan flores silvestres (cuando las dejan) entre las profundas grietas. Ese día se sintió fatigada, y tenía ganas de sentarse en el devastado anfiteatro. Representaba también un alivio, pues con frecuencia la condesa exigía más atención de la que ella daba a cambio, e Isabel pensaba que, cuando estaba a solas con su sobrina, la condesa dejaba que el polvo se acumulara durante un rato sobre los antiguos escándalos de las riberas del Arno. Así pues, Isabel, se quedó abajo mientras Pansy guiaba a su atolondrada tía hasta la empinada escalera de ladrillo, a los pies de la cual el guardián abre la alta verja de madera. El enorme recinto estaba parcialmente sumido en la penumbra; el sol de poniente destacaba el tono rojo pálido de los grandes bloques de travertino un color latente que parece ser el único elemento vivo de esas inmensas ruinas. Aquí y allá se veía pasar a algún campesino o turista mirando al lejano horizonte en el que, en aquella desespejada calma, una multitud de golondrinas volaban incesantemente en círculos o se lanzaban en picado. Isabel se dio cuenta entonces de que otro de los visitantes, parado en medio de la arena, había reparado en su persona y la estaba mirando con una leve inclinación de cabeza que, solo unas semanas antes, la dama había observado como característica de alguien provisto de una intención dubitativa pero indestructible. Tal actitud, ese día, solo podía pertenecer al señor Edward Rosier y, en efecto,

—Lo que tengo que decirle se cuenta enseguida —dijo Edward Rosier—.

¡He vendido todos mis bibelots!

Al oírlo, Isabel lanzó instintivamente una exclamación de horror: era como si le hubiera dicho que le habían arrancado todos los dientes.

—Los vendí en subasta en el Hôtel Drouot —continuó—. Fue hace tres días, y me han telegrafiado para comunicarme el resultado, que ha sido espléndido.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora