Capítulo 39

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Probablemente no sorprenda al lector reflexivo que Ralph Touchett hubiera visto menos a su prima desde que esta se había casado que con anterioridad a dicho acontecimiento, sobre el que él tenía una opinión que no podía esperarrse que reafirmara la intimidad entre ambos. Como sabemos, Ralph dijo lo que pensaba y luego guardó silencio, pues Isabel no lo invitó a retomar una conversación que supuso un antes y un después en su relación. Esa conversación había marcado una diferencia: la diferencia que más temía, y no la que deseaba. No había enfriado la obstinación de la joven por seguir adelante con su compromiso, pero casi había estado a punto de romper su amistad. Entre ellos no volvieron a hacer jamás referencia a la opinión que Ralph tenía de Gilbert Osmond y, al rodear ese tema de un sacrosanto silencio, consiguieron mantener la apariencia de que existía una sinceridad recíproca entre ambos. Pero había una diferencia, como Ralph se decía a menudo, por supuesto que la había. Ella no le había perdonado y nunca lo haría: eso era lo único que Ralph había sacado de todo aquello. Isabel pensaba que lo había perdonado y estaba convencida de que no le había molestado que le dijera esas cosas y, como era tan generosa como orgullosa, esas convicciones representaban para ella una firme certeza. Pero, estuviese justificado o no por el hecho del que se trataba, él prácticamente la había ofendido, y además se trataba de una ofensa del tipo que las mujeres nunca olvidan. En su condición de esposa de Osmond, Isabel nunca podría volver a ser su amiga. Si con esa persona disfrutaba de la felicidad que esperaba, solo podría sentir desprecio por el hombre que de antemano había intentado minar tan grata bendición; y si, por el contrario, la advertencia de él demostrara estar justificada, el juramento hecho por Isabel de que Ralph nunca lo sabría le supondría tal peso sobre su estado de ánimo que terminaría por odiarle. Así de sombría había sido la previsión que había hecho Ralph del futuro durante el primer año de matrimonio de su prima y, si sus reflexiones llegasen a parecer morbosas, hemos de recordar que no gozaba de muy buena salud. Se consoló de la mejor forma que pudo comportándose (como consideró él mismo) con exquisitez cuando asistió a la ceremonia en la que Isabel se unió al señor Osmond, que tuvo lugar en Florencia en el mes de junio. Supo por su madre que en un principio Isabel había pensado celebrar sus esponsales en su tierra natal, pero como su prioridad era la sencillez por encima de todo finalmente había decidido, pese a las múltiples afirmaciones de Osmond de que estaba dispuesto a viajar a donde fuera, que la mejor forma de conseguir su deseo sería que los casara el clérigo más cercano lo antes posible. Así pues, la ceremonia tuvo lugar en la pequeña capilla americana en un día muy caluroso, con la única asistencia de la señora Touchett y su hijo, Pansy Osmond y la condesa Gemini. Tal austeridad en el evento que acabo de mencionar se debió en parte a la ausencia de dos personas que podría haber supuesto que asistirían y que le habrían otorgado cierto relumbre. Madame Merle había sido invitada pero, ante la imposibilidad de abandonar Roma en esos momentos, mandó una gentil carta excusándose. Henrietta Stackpole no había sido invitada, ya que el viaje desde Estados Unidos que el señor Goodwood había anunciado a Isabel se había visto finalmente frustrado por exigencias de su profesión; pero había enviado una carta, menos gentil que la de madame Merle, dando a entender que, de haber podido cruzar el Atlántico, habría estado presente en la boda no solo como testigo, sino también como crítico. Su vuelta a Europa tuvo lugar algo más tarde, y Henrietta consiguió mantener una entrevista con Isabel en París durante el otoño, en la que se puede hacer gala, quizás con demasiada libertad, de ese ingenio crítico suyo. El pobre Osmond, que fue el principal objeto del mismo, protestó con tanta acritud que Henrietta se vio obligada a declarar a Isabel que esta había dado un paso que había interpuesto una barrera entre ambas. «No se trata ni mucho menos de que te hayas casado, sino de que te hayas casado con él », consideró que era su obligación afirmar, con lo que, como se puede ver, estaba mucho más de acuerdo con Ralph Touchett de lo que ella misma creía, aunque sin tantas dudas ni reparos como este. No obstante, Henrietta no parecía haber hecho su segunda visita a Europa en balde, pues justo en el momento en que Osmond dijo solemnemente a Isabel que no tenía más remedio que oponerse a la presencia de esa mujer periodista, e Isabel le contestó que, en su opinión, estaba siendo demasiado duro con ella, apareció en escena el bueno del señor Bantling y propuso que hiciesen un viaje a España. Las crónicas que Henrietta había enviado desde allí eran las más satisfactorias que había publicado hasta la fecha, y había una en particular, escrita en la Alhambra y titulada «Moros a la luz de la luna», que era considerada por todos su obra maestra. Isabel quedó en secreto decepcionada por el hecho de que su marido no era capaz de tomarse a la pobre chica en broma. Hasta llegó a preguntarse si su sentido de la diversión, o de lo divertido —que al fin y al cabo constituían su sentido del humor, ¿no? -, no sería por casualidad un tanto defectuoso. Por supuesto, ella misma veía el asunto desde la perspectiva de una persona en cuya felicidad presente no podía hacer mella la conciencia ofendida de Henrietta. Osmond pensaba que la alianza de ambas era una especie de monstruosidad, ya que no veía por ningún lado qué podía tener en común. Para él, la compañera de viajes turísticos del señor Bantling era sencillamente la mujer más vulgar del mundo, así como la más disoluta. Isabel apeló contra esa última parte del veredicto con tanto ardor que él se sorprendió una vez más de lo raros que eran algunos de los gustos de su esposa. Isabel solo lo pudo explicar afirmando que le gustaba conocer gente lo más diferente a ella que fuera posible. «En ese caso, ¿por qué no te haces amiga de la lavandera?», Le preguntó Osmond, a lo que Isabel respondió que mucho se temía que la lavandera no tuviese el menor interés en ella. En cambio, Henrietta sí se interesaba mucho.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora