Capítulo 42

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Isabel no había contestado nada porque las palabras de Osmond estaba enfrentado de lleno a la situación y estaba absorta en su contemplación. Había algo en ellas que de pronto le había producido un fuerte estremecimiento, hasta el punto de no confiar en que pudiese hablar. Después de que él se hubo ido, se reclinó en el sillón y cerró los ojos; y durante largo tiempo, que se prolongó hasta altas horas de la noche, permaneció sentada en aquella silenciosa sala entregada a la meditación. Cuando entró un sirviente a avivar el fuego, Isabel le pidió que trajese velas nuevas y se fuera a dormir. Osmond le había pedido que pensase en lo que le había dicho, y en efecto eso hizo, además de pensar también en otras muchas cosas. Su insinuación de que aún tenía una clara influencia sobre lord Warburton le había provocado el sobresalto que suele acompañar a las revelaciones inesperadas. ¿Sería cierto que todavía había algo entre ellos que podría servir para obligarlo a declararse a Pansy la necesidad por parte de él de contar con su aprobación, el deseo de hacer lo que a ella más complaciera? Hasta ese momento Isabel nunca se había hecho esa pregunta, ya que no se había visto obligado a hacerlo; pero ahora que sí se planteó directamente, tuvo que enfrentarse a la respuesta, y esta la asust. Sí, había algo entre ellos por parte de lord Warburton. Cuando este había llegado a Roma, Isabel creía que el vínculo que los unía estaba roto por completo, pero poco a poco se había visto obligado a aceptar que todavía existía de forma palpable. Era tan fino como un cabello, pero había momentos en que a Isabel le pareció oírlo vibrar. Por su parte no había cambiado nada, y seguía pensando de él lo mismo de siempre. No hacía ninguna falta que cambiaran sus sentimientos, que de hecho le parecían mejores que nunca. Pero ¿y él? ¿Seguía teniendo la idea de que ella podría significar más para él que las demás mujeres? ¿Albergaba el deseo de aprovechar el recuerdo de los pocos momentos de intimidad que han compartido en el pasado? Isabel sabía que había conocido algunos indicios de dicha disposición, pero ¿eran sus esperanzas, sus pretensiones, y de qué extraña forma se entremezclaban con su evidente y sincero aprecio por la pobre Pansy? ¿Estaba enamorado de la esposa de Gilbert Osmond, y, si era así, ¿qué satisfacción esperaba obtener de ello? Si estaba enamorado de Pansy no lo podía estar también de su madrastra, y si estaba enamorado de su madrastra no podía estarlo de Pansy. ¿Debía aprovechar esa ventaja con la que contaba para obligarlo a comprometerse con Pansy, a sabiendas de que él lo haría por ella y no por la pobre criatura? ¿Era ese el favor que le había pedido su marido? Cuando menos, era la cuestión sint de la que se tenía que ocupar, desde el momento en que había admitido para sus adentros que su viejo amigo seguía la misma predilección por su compañía. No era una tarea agradable; de hecho, le resultaba bastante repulsiva. Se preguntó consternada si lord Warburton no estaría fingiendo amar a Pansy para poder cultivar otras satisfacciones y lo que se podrían llamar otras oportunidades. Al momento Isabel lo declaró inocente de tan sofisticada duplicidad, pues prefería considerar que actuaba de buena fe. Pero, si su admiración por Pansy era una falsa ilusión, eso a duras penas lo hacía mejor que si fuera una falacia. Isabel vagó entre esas ingratas posibilidades hasta que se perdió por completo; algunas de ellas, conforme le iban saliendo de repente al paso, le parecían en verdad desagradables. Entonces consiguió salir de aquel laberinto frotándose los ojos, y se dijo que su imaginación le estaba haciendo un flaco favor, y más flaco favor le hacía aún la imaginación de su marido a sí mismo. Lord Warburton actuaba de forma tan desinteresada como siempre, y ella solo era para él lo que era. Prefería quedarse con esa idea hasta que se demostrase lo contrario;

No obstante, dicha resolución no le proporcionó esa noche mucha tranquilidad, ya que su alma estaba acechada por terrores que se adueñaban de su pensamiento en cuanto encontraban espacio para asentarse. Apenas sabía qué era lo que les había instado a aflorar con mayor brío, a menos que fuera la extraña impresión que había tenido esa tarde de que su marido mantenía un contacto más íntimo con madame Merle de lo que ella hubiese sospechado. Esa impresión acudía a su mente una y otra vez, y se sorprendió de no haberla tenido antes. Además de eso, la breve conversación que había tenido con Osmond media hora antes era un evidente ejemplo de la habilidad que él tenía para marchitar todo lo que tocaba, para echar a perder para ella todo aquello que miraba. Estaba muy bien eso de empeñarse en darle una prueba de lealtad, pero lo cierto era que el mero hecho de saber que él esperaba algo provocaba en ella una reacción en contra. Era como si Osmond llevara consigo el mal de ojo, como si su presencia fuera la peste y su favor una desgracia. ¿Era culpa de él, o solo de la profunda desconfianza que ella había desarrollado hacia su persona? Dicha desconfianza era el resultado más evidente de su corta vida de casados; se había abierto un abismo entre ellos por encima del cual se miraban con ojos que eran una declaración por ambas partes de la decepción que se habían llevado. Era un enfrentamiento extraño, del tipo que Isabel jamás se habría imaginado, en el que el principio vital para uno se convertía en algo despreciable para el otro. No era culpa de ella, porque no había buscado decepcionarle; tan solo lo había admirado y creído en él. Había dado los primeros pasos con la mayor confianza, pero de pronto había descubierto que el panorama infinito de la vida que se desplegaba ante ella no era más que un callejón oscuro y angosto con una pared ciega. En lugar de conducir a las cumbres de la felicidad, desde las que el mundo parecería estar a los pies de uno, al que podría mirar desde arriba con una sensación de júbilo y ventaja para juzgar, elegir y compadecer, conducía al abismo, a un mundo de restricciones y depresiones en el que el sonido de otras vidas, más libres y relajadas, se oía como si procediera de arriba, agudizando la sensación de fracaso. Lo que ensombrecía su mundo era la fuerte desconfianza que sentía hacia su marido. Se trataba de un sentimiento que era fácil de señalar pero no tanto de explicar, y de un carácter tan complejo que había necesitado mucho tiempo y aún más sufrimiento hasta alcanzar su actual grado de perfección. Para Isabel sufrir era un estado activo; no era un estremecimiento, un momento de estupor o de desesperación, sino una entrega apasionada al pensamiento, a la especulación, a reaccionar ante cualquier presión. No obstante, se enorgullecía de haber guardado para sí misma el secreto del fracaso de su fe, de que nadie lo sospechara a excepción de Osmond. Sí, él lo sabía, y hasta había veces que a Isabel le parecía que disfrutaba sabiéndolo. Había ocurrido de forma gradual, pues Isabel no había comenzado a alarmarse después del primer año de su vida en común, que en un principio había sido íntima y admirable. Entonces habían empezado a agolparse las sombras, como si Osmond, de forma deliberada y casi maligna, hubiese ido apagando las luces una a una. Al principio la oscuridad era tenue e imprecisa, e Isabel todavía podía moverse por ella. Pero se fue haciendo cada vez más profunda y, aunque de vez en cuando se despejaba, siempre quedaban ciertos rincones del radio de visión de Isabel que eran de un negro impenetrable. Esas sombras no emanaban de su propia mente, de eso estaba segura, porque había hecho todo lo posible para ser justa y afable, para no ver más que la verdad. Eran una parte, una especie de creación y consecuencia, de la sola presencia de su marido. No eran sus fechorías ni sus vilezas; Isabel no lo acusaba de nada salvo de una cosa, que no era un crimen. No sabía de nada malo que hubiera hecho, no era violento ni cruel: simplemente creía que él la odiaba. Eso era lo único de lo que lo acusaba, y lo más triste de todo era precisamente que no se trataba de ningún crimen, porque de haberlo sido ella podría haber encontrado alguna forma de reparación. Osmond había descubierto que ella era muy distinta a como había supuesto que sería. Al principio había creído que podría cambiarla, e Isabel había intentado ser como él quería. Pero, al fin y al cabo, ella era ella y eso era algo que no podía evitar. Ya no valía la pena intentar fingir o ponerse alguna máscara o vestimenta, porque Osmond ya la conocía y había tomado su decisión. Ella no le tenía miedo, ni temía que le pudiese hacer daño, puesto que el resentimiento que sentía hacia ella no era de ese tipo. Si podía evitarlo, él nunca le daría ningún pretexto ni cometería ninguna equivocación. Al escrutar el futuro con la mirada seca y fija, Isabel se dio cuenta de que él tenía las de ganar, porque ella sí que le daría muchos pretextos y a menudo cometería equivocaciones. Había veces que casi se compadecía de él porque, si bien no había sido su intención engañarlo, era consciente de lo mucho que debía de haberlo hecho en realidad. Había tratado de pasar desapercibida cuando se habían conocido; se había empequeñecido, fingiendo ser menos de lo que en verdad era. Eso había ocurrido porque estaba bajo la influencia del extraordinario hechizo que él, por su parte, se había esforzado en crear. Osmond no había cambiado, ni durante el año que la había cortejado había fingido más que ella, pero entonces Isabel solo había visto la mitad de su verdadero carácter, de la misma manera que se veía el disco de la luna cuando estaba parcialmente oculto por la sombra de la tierra. Ahora ya veía la luna llena, el hombre completo. Ella había permanecido quieta, por así decirlo, para que él tuviera el campo libre, pero aun así había confundido la parte por el todo.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora