Capítulo 49

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Madame Merle no se había presentado en el palazzo Roccanera esa velada del jueves cómo incidencias acabo de narrar, e Isabel, aunque se percató de su ausencia, tampoco se sorprendió. Habían pasado algunas cosas entre ambas que no han sido precisamente un estímulo a la sociabilidad, y para entenderlas hemos de echar la vista un poco atrás. Ya hemos mencionado que madame Merle regresó de Nápoles poco después de que lord Warburton se marchara de Roma, y que, en su primer encuentro con Isabel (a la que, para ser justos, hemos de decir que fue enseguida a ver), lo que quiso fue averiguar el paradero de aquel noble, del que parecía responsabilizar a su querida amiga.

—No me hables de él, por favor oferta Isabel por respuesta—. Ya hemos oído bastante de él últimamente.

Madame Merle ladeó un poco la cabeza en señal de protesta y sonrió con la comisura izquierda de la boca.

—Tú has oído de él, sí, pero recuerda que yo en Nápoles no. Esperaba encontrarlo aquí y poder felicitar a Pansy.

—Todavía puedes felicitar a Pansy si quieres, pero no porque se vaya a casar con lord Warburton.

—¡Cómo me da eso! ¿Es que no sabes que había puesto todo mi empeño? —Preguntó madame Merle con cierta vehemencia, aunque sin perder el tono de buen humor.

Isabel se descompuso, pero estaba decidida a mantener también el buen humor.

—Pues no deberías haberte ido a Nápoles. Deberías haberte estar aquí para ver cómo se desarrollaba el asunto.

—Confiaba en ti. Pero ¿crees que será ya demasiado tarde?

—Eso pregúntaselo a Pansy oferta Isabel.

—Lo que le voy a preguntar es qué le dijiste tú.

Esas palabras parecían justificar el impulso de defenderse que surgió en Isabel al percatarse de la actitud crítica de su visitante. Como sabemos, hasta ese momento madame Merle había sido muy discreta; nunca había criticado, y había mantenido una actitud excesivamente temerosa de entrometerse. Pero al parecer solo había estado reservándose para esa ocasión, a juzgar por la expresión viva y peligrosa de su mirada y por el aire de irritación que ni siquiera su admirable compostura era capaz de disimular. Madame Merle se había llevado una decepción que sorprendía a Isabel, ya que nuestra heroína no tenía la menor idea del ferviente interés de la dama en el matrimonio de Pansy, y que reveló de un modo que suscitó la alarma de la señora Osmond. Con más claridad que nunca Isabel oyó una voz fría y burlona, procedente de no sabía dónde y resonando en el oscuro vacío que la rodeaba, que afirmaba que aquella mujer brillante, fuerte, firme y sofisticada, aquella encarnación de lo práctico, de lo personal, de lo inmediato, era un poderoso agente de su destino. Estaba más cerca de ella de lo que Isabel había descubierto aún, y su cercanía no era el agradable accidente que había supuesto durante tanto tiempo. De hecho, la impresión de que fuera un accidente había muerto en su interior aquel día en que, de forma casual, había sorprendido en inusual intimidad a aquella extraordinaria dama y a su marido, sentados juntos en privado. Ninguna sospecha concreta había ocupado su lugar aún, pero bastaba para que viera a esa amiga con otros ojos, para que llegase a la conclusión de que había más intenciones ocultas en su conducta pasada de las que le habían parecido en su momento. Sí, había alguna intención, la había, se dijo Isabel, que creyó despertar de un largo y pernicioso sueño. ¿Qué fue lo que le llevó a pensar que las intenciones de madame Merle podrían no haber sido buenas? Nada, salvo la desconfianza que había ido creciendo en ella de un tiempo a esa parte, y que en esos momentos se unió al profundo asombro que le produjo el desafío de su visitante por la causa de la pobre Pansy. Había algo en ese desafío que ya desde el principio despertó en Isabel un gran recelo: una vitalidad indescriptible que esta nunca antes había percibido en las demostraciones de delicadeza y prudencia de su amiga. Madame Merle no había querido interferir, sin duda, pero solo mientras no hubiese nada en lo que interferir. Podría parecer al lector que Isabel se precipitó a la hora de dudar, basándose únicamente en meras sospechas de una sinceridad que varios años de buenos oficios parecían demostrar. Sin duda actuó con celeridad, pero tenía sus razones para ello, ya que una extraña verdad estaba tomando cuerpo en su interior: los intereses de madame Merle eran idénticos a los de Osmond, y eso era más que suficiente para ella.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora