Capítulo 45

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Ya he tenido motivos para afirmar que Isabel sabía cuánto disgustaba a su marido que Ralph prolongara su estancia en Roma. La dama tenía esto muy presente cuando fue al hotel de su primo al día siguiente de haber instado a lord Warburton a dar una prueba tangible de su sinceridad y en esos momentos, al igual que en otros, veía con bastante claridad las razones de la oposición de Osmond. Este no quería que ella tuviese libertad de pensamiento, y sabía muy bien que Ralph era un apóstol de la libertad. Era precisamente por eso por lo que era tan refrescante ir a verlo, se dijo Isabel. Como podrá observarse, ella estaba dispuesta a procurarse tal alivio pese a la aversión que provocaba en su marido, pero le gustaba pensar que lo hacía de forma discreta. Todavía no se había decidido a actuar abiertamente en contra de los deseos de quien había sido reconocido e inscrito como su amo y señor, por más que en ocasiones Isabel contemplara ese hecho con desconcertante incredulidad. No obstante, era algo que pesaba mucho en su ánimo; siempre tenía muy presente el decoro e inviolabilidad del vínculo matrimonial. La idea de transgredirlos la llenaba de vergüenza y de miedo, ya que al entregarse en matrimonio no había considerado esa contingencia, convencida como había estado de que las intenciones de su marido eran tan generosas como las suyas. Aun así, le parecía que cada vez estaba más cerca el día en que debería que retractarse de eso que tan solemnemente había concedido. Sería un ceremonial abominable y monstruoso, por lo que, mientras llegaba, procuraba no pensar en ello. Osmond no iba a ayudarla dando el primer paso, sino que dejaría que esa carga recayese sobre ella hasta el final. Todavía no había prohibido formalmente que fuera a visitar a Ralph, pero estaba segura de que, como este no se marchase pronto, tal prohibición no tardaría en llegar. Pero ¿cómo iba a marcharse el pobre Ralph? Las condiciones meteorológicas seguían haciéndolo del todo imposible. Isabel entendía perfectamente que su marido tuviese tantas ganas de que se fuera; para ser justos, sabía que no había razón alguna para que le gustase que ella estuviese con su primo. Ralph nunca decía nada contra él, pero aun así la protesta muda y amarga de Osmond tenía su fundamento. Si este se decidiera a intervenir directamente, si hiciese valer su autoridad, ella debería tomar una decisión, lo cual no sería nada fácil. Dicha perspectiva hacía que el corazón le latiera más deprisa y las mejillas le ardieran, como digo, de antemano, y hasta había momentos en que, para evitar una ruptura abierta, deseaba que Ralph se marchara pese al riesgo que eso suponía. Y no servía de nada que, cuando se descubría albergando tales ideas, se dijese que era una débil y una cobarde. No se trataba de que quisiese menos a Ralph, sino de que casi todo parecía preferible antes que repudiar el acto más serio, el único acto sagrado, de su vida. Eso hacía que todo el futuro le pareciese odioso. Romper con Osmond una vez significaría romper para siempre; reconocer abiertamente que tenían necesidades irreconciliables sería admitir que todo su intento había resultado fallido. Para ellos no habría condonación, ni compromiso, ni olvido fácil, ni reajuste formal. Solo perseguido una cosa, pero esta debe ser exquisita. Una vez perdida, ya no habría nada que pudiese servir en su lugar, ningún posible sustituto de dicho logro. De momento, Isabel continuaba yendo al Hôtel de Paris con la frecuencia que consideraba apropiada; una corrección mesurada formaba parte del canon del buen gusto, y no podría haber mejor prueba de que la moralidad era, por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella. ningún posible sustituto de dicho logro. De momento, Isabel continuaba yendo al Hôtel de Paris con la frecuencia que consideraba apropiada; una corrección mesurada formaba parte del canon del buen gusto, y no podría haber mejor prueba de que la moralidad era, por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella. ningún posible sustituto de dicho logro. De momento, Isabel continuaba yendo al Hôtel de Paris con la frecuencia que consideraba apropiada; una corrección mesurada formaba parte del canon del buen gusto, y no podría haber mejor prueba de que la moralidad era, por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella. por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella. por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora