Isabel guardó la misiva en el bolsillo y dirigió a su visitante una sonrisa de bienvenida, sin dar muestra alguna de incomodidad y un tanto sorprendida ante su frialdad.
—Me dijeron que se encontraba aquí —dijo lord Warburton—, y como no había nadie en el salón y en realidad es a usted a quien quería ver, he venido sin más demora.
Isabel se había puesto en pie; en aquel momento no tenía deseos de que se sentase a su lado.
—Ya me disponía a entrar.
—Por favor, no lo haga, es mucho más agradable aquí. He venido a caballo desde Lockleigh. Hace un día precioso.
Su sonrisa era especialmente amistosa y agradable, y todo él parecía irradiar el aura de amabilidad y bondad que habían hecho que la primera impresión que la joven había tenido de él fuese tan encantadora. El resplandor de un hermoso día de junio parecía envolver su persona.
—En ese caso, demos un paseo —dijo Isabel, que no podía librarse de la sensación de que su visitante albergaba alguna intención, y deseaba a la vez eludirla y satisfacer la curiosidad que despertaba en ella. Ya había vislumbrado esa intención en otra ocasión, y, como bien sabemos, en aquel momento le había producido cierta alarma. Dicha alarma estaba compuesta de varios elementos, no todos ellos desagradables; de hecho, se había pasado varios días analizándolos y había conseguido separar la parte agradable de la idea de que lord Warburton la estaba cortejando de aquella que le resultaba dolorosa. A algunos lectores podría parecerles que la joven era a la vez precipitada e indebidamente exigente, pero esto último, caso de ser cierta la acusación, puede servir para exonerarla de lo primero. No estaba ansiosa por convencerse a sí misma de que un importante terrateniente, como había oído llamar a lord Warburton, estuviese completamente prendado de sus encantos, pues el hecho de que él se le declarase plantearía en realidad más interrogantes de los que resolvería. Había recibido la fuerte impresión de que se trataba de un «personaje», y se había dedicado a estudiar la imagen que eso transmitía. Aun a riesgo de abundar en la demostración de la autosuficiencia de la joven, cabe añadir que había habido momentos en que la posibilidad de ser objeto de la admiración de un personaje le resultaba una agresión que rayaba en la afrenta, casi una inconveniencia. Jamás hasta ahora había conocido a un personaje; en su vida no había habido personajes en ese sentido; lo más probable era que en su tierra natal no existiese ninguno. Cuando había pensado en la eminencia individual, se la había representado como algo basado en el carácter y el ingenio, en lo que a una podría gustarle de la inteligencia y el habla de un caballero. Ella misma era todo un carácter, no podía evitar ser consciente de ello; y, hasta el momento, su visión de una conciencia completa había tenido más que ver con imágenes morales, con aspectos en los que la cuestión era si complacían a su alma sublime. Lord Warburton se erguía ante ella, rotunda y claramente, como un conjunto de atributos y poderes que no podían medirse con aquel simple rasero, sino que exigían una forma distinta de valoración, valoración para la que la joven, con su hábito de juzgar con rapidez y sin cortapisas, sentía que no contaba con la paciencia necesaria. Lord Warburton parecía exigir de ella algo que ningún otro, por así decirlo, se había atrevido a hacer. Lo que Isabel sentía era que un magnate social, político y económico había concebido un plan para introducirla en el sistema en el que él, bastante injustamente, vivía y se desenvolvía. Cierto instinto, no imperioso, sino persuasivo, le decía que opusiese resistencia, le murmuraba que ella prácticamente contaba con un sistema y una órbita propios. Le decía otras cosas además, cosas que se contradecían y confirmaban entre sí; que una joven podía hacer algo mucho peor que confiar su destino a un hombre así y que sería muy interesante ver algo de su sistema desde su propio punto de vista; que por otra parte, sin embargo, era evidente que en él había mucho que tan solo le iba a resultar una complicación constante, y que incluso en su totalidad había algo rígido y necio que lo convertiría en una carga. Además, existía un joven acabado de llegar de Estados Unidos que no tenía ningún sistema en absoluto, pero que contaba con una personalidad sobre la que era inútil tratar de convencerse a sí misma de que la impresión que había causado en su mente era ligera. La carta que llevaba en el bolsillo era suficiente recordatorio de lo contrario. No esbocen una sonrisa, me aventuro a repetir, ante esta sencilla joven de Albany que se planteaba si debía aceptar a un noble inglés antes de que él se le hubiese ofrecido y que estaba dispuesta a creer que, en general, podía conseguir algo mejor. Era persona de muy buena fe, y si bien había en su sabiduría gran cantidad de insensatez, aquellos que la juzguen con severidad pueden tener la satisfacción de descubrir que, más adelante, se volverá sistemáticamente sabia, tan solo a costa de tal cantidad de insensatez que constituirá una apelación casi directa a la compasión.
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El retrato de una dama - Henry James
No FicciónConsiderada una de las mejores novelas de Henry James, "El retrato de una dama" -una "historia sencilla"- gira en torno a la joven y atractiva Isabel Archer, quien se ve obligada a trasladarse a Inglaterra desde su Estados Unidos natal. Una vez allí...