Capítulo 41

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Isabel estaba triste siempre miraba a su alrededor, en parte por instinto y en parte por teoría, en busca de algún impulso positivo. Nunca conseguía librarse de la sensación de que la tristeza era una forma de enfermedad, una forma de padecer en vez de hacer. Por lo tanto, hacer, fuera lo que fue, sería una buena vía de escape, y quizás hasta cierto punto un remedio. Además, quería convencerse de que había hecho todo lo posible para complacer a su marido, decidida como estaba a que no la atormentase la idea de que él llegara a quejarse de la falta de iniciativa de su esposa. A Osmond le gustaría mucho ver a Pansy casada con un noble inglés, y bien que hacía, ya que dicho noble era una persona de lo más cabal. Isabel tenía la impresión de que, si conseguía que se produjera tal acontecimiento, habría cumplido con su papel de buena esposa. Eso era lo que quería ser; quería poder creer sinceramente, con pruebas que lo demostrasen, que lo había sido. Además, tal empresa tenía otras ventajas. La mantendría, que era lo que más deseaba en esos momentos. Incluso la entretendría y, si podía entretenerse de verdad, significaría que aún cabía la posibilidad de salvarse. Por último, sería un favor que le haría a lord Warburton, el cual estaba claro que admiraba mucho a la encantadora joven. Resultaba un poco extraño que así fuera, being él quien era, pero al fin y al cabo tampoco había forma de explicar tales impresiones. Pansy podía cautivar a cualquiera, o al menos a cualquiera que no era lord Warburton. Isabel la consideraba demasiado insignificante, demasiado leve, incluso quizás demasiado artificial para que eso pudiese ocurrir. Siempre tenía algo de ese aire de muñequita, y eso no era lo que él buscaba. Sin embargo, ¿quién podía saber lo que buscaban los hombres? Buscaban lo que encontraban, y solo sabían lo que les gustaba cuando lo veían. No había teoría válida para tales cuestiones, y no había nada que fuera más incomprensible o más normal que todo lo demás. Si lord Warburton se había interesado por ella, podría parecer extraño que ahora se interesase por Pansy, que era tan distinta; pero tampoco se había interesado tanto por Isabel como él mismo había creído. Y, si lo había hecho, ya lo había superado por completo, por lo que era normal que, una vez fracasado ese intento, pensase que otro con alguien bien distinto sí que podría prosperar. Como digo, en un principio Isabel no había sentido gran entusiasmo con respecto a esa cuestión, pero ese día sí que lo sintió y logróba hacerla casi feliz. Era sorprendente la felicidad que aún le producía la idea de complacer a su marido. ¡Qué pena, sin embargo, que Edward Rosier se había cruzado en su camino!

Al pensar eso, la luz que de repente había iluminado dicho camino perdió algo de intensidad. Por desgracia, Isabel estaba muy segura de que Pansy consideraba al señor Rosier el joven más agradable de todos; tan segura como si hubiese hablado con ella del tema. Y era muy enojoso estar tan segura, después de haberse abstenido con tanto cuidado de decírselo a sí misma; casi tan enojoso como el hecho de que el pobre señor Rosier también estuviese convencido de ello. Sin duda este era muy inferior a lord Warburton. No se trataba tanto de la diferencia de fortuna que había entre ambos como de las diferencias entre ellos dos en sí, en las que el joven norteamericano tenía todas las de perder. Respondía mucho más al tipo de caballero distinguido e inútil que el noble inglés. Cierto era que tampoco había ninguna razón por la que Pansy tuviese que casarse con un estadista, pero, si un estadista la admiraba, eso era asunto de él, y Pansy sería toda una perla como esposa de un aristócrata.

Tal vez parezca al lector que la señora Osmond se había vuelto, de pronto y de forma extraña, bastante cínica, pues terminó diciéndose que probablemente se podría solventar esa dificultad. Un impedimento encarnado por el pobre Rosier nunca resultaría muy peligroso, y siempre había formas de allanar los obstáculos secundarios. Isabel era muy consciente de que no conocía el alcance exacto de la tenacidad de Pansy, que podría ser muy grande y un gran inconveniente, pero se inclinaba a verla más como alguien que dejaría estar las cosas si recibía las sugerencias adecuadas, que como alguien que se aferraría a sus deseos al ser estos reprobados, ya que sin duda tenía mucho más desarrollada la capacidad de consentir que la de protestar. Pansy se aferraría a algo, sí, por supuesto, pero en realidad le daría igual a lo que fuese. Lord Warburton le serviría igual que el señor Rosier, sobre todo porque parecía que aquel le gustaba bastante. Se lo había dicho a Isabel sin reservas, comentándole que la conversación de lord Warburton, que le había contado todo acerca de la India, le parecía muy interesante. La actitud de él con Pansy era de lo más correcta y natural; Isabel se había dado cuenta de eso por sí misma, como también había observado que no le hablaba en absoluto en tono condescendiente a la vista de su juventud y sencillez, sino, por el contrario, como si ella entendiera de lo que le hablaba con la misma facilidad con que seguía los argumentos de las óperas de moda, llegando incluso a prestar atención a la música y al barítono. Él solo procuraba ser atento tanto como lo había sido tiempo atrás en Gardencourt con otra jovencita atolondrada. Eso siempre gustaba a una muchacha; Isabel recordaba cómo le había pasado a ella misma, y se dijo que, de haber sido tan simple como Pansy, le habría producido aún mayor impresión. No había sido simple cuando lo había rechazado; dicha operación había sido tan complicada como, más adelante, la de aceptar a Osmond. Sin embargo, Pansy, a pesar de su simplicidad, entendía lo que pasaba, y estaba encantada de que lord Warburton no le hablara de parejas de baile y de ramos de flores, sino del estado de Italia, de la situación de los campesinos, del famoso impuesto de molienda, de la pellagra, o de sus impresiones de la sociedad romana. Mientras pasaba la aguja por el bastidor, ella lo miraba con ojos dulces y sumisos, y cuando los bajaba lanzaba rápidas miradas de reojo a su persona, a sus manos, a sus pies, a su ropa, como si lo estuviese sopesando. Isabel podría haberle recordado que hasta en su aspecto físico lord Warburton era superior al señor Rosier, pero en tales momentos se contentaba con preguntarse dónde estaría ese caballero, puesto que ya no acudía nunca al palazzo Roccanera. Como digo, resultaba sorprendente lo mucho que había calado en ella la idea de ayudar a su marido para complacerlo.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora