Capítulo 52

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Salía un tren para Turín y París esa misma noche y, después de que la condesa se había marchado, Isabel mantuvo una rápida y decisiva conversación con su doncella, que era discreta, fiel y eficiente. Después de eso solo pensó en una cosa aparte del viaje: tenía que ir a ver a Pansy, pues a ella no podía abandonarla. No había ido a visitarla todavía, ya que Osmond le había dado a entender que aún era pronto. A las cinco de la tarde su carruaje se detuvo ante una alta puerta que había en una estrecha calle del barrio de la piazza Navona, y allí fue recibida por la portera del convento, que era una persona afable y servicial. Ya conocía la institución, pues en una ocasión había acompañado a Pansy a visitar a las hermanas. Sabía que eran buenas mujeres, y comprobó que las grandes habitaciones presentaban un aspecto limpio y alegre, y que el bien aprovechado jardín ofrecía sol en invierno y sombra en primavera. Aun así, no le gustaba aquel lugar, ya que sintió cierto rechazo y casi la asustaba hasta el punto de que por nada del mundo habría pasado una noche allí. Ese día le produjo más que nunca la impresión de que era una confortable prisión, pues era imposible creer que Pansy fuera libre para marcharse cuando quisiese. Ahora veía a esa inocente criatura con nuevos y terribles ojos, pero la revelación había tenido el efecto secundario de que quisiera más que nunca tenderle una mano. pues era imposible creer que Pansy fuera libre para marcharse cuando quisiese. Ahora veía a esa inocente criatura con nuevos y terribles ojos, pero la revelación había tenido el efecto secundario de que quisiera más que nunca tenderle una mano. pues era imposible creer que Pansy fuera libre para marcharse cuando quisiese. Ahora veía a esa inocente criatura con nuevos y terribles ojos, pero la revelación había tenido el efecto secundario de que quisiera más que nunca tenderle una mano.

La portera la dejó esperando en una sala del convento mientras iba a informar de que la querida señorita tenía una visita. La sala era una estancia enorme y fría, con mobiliario que parecía nuevo; había una estufa de porcelana blanca sin encender, grande y limpia, una colección de flores de cera bajo cubiertas de cristal, y una serie de grabados de escenas religiosas en las paredes. En la ocasión anterior el lugar le había parecido a Isabel más propio de Filadelfia que de Roma, pero esa vez no pensó nada, sino que la estancia tan solo le resultó muy vacía y silenciosa. La portera volvió al cabo de unos cinco minutos acompañada por otra persona. Isabel se levantó esperando ver a una de las hermanas, pero para su gran sorpresa se encontró frente a madame Merle. El efecto fue extraño, pues esta se hallaba ya tan presente en su mente que su aparición en carne y hueso fue como ver, de repente y con bastante espanto, una imagen pintada que comenzó a moverse. Isabel llevaba todo el día dándole vueltas a su falsedad, su audacia, su habilidad, su posible sufrimiento, y todas esas ideas sombrías parecieron destellar con una luz repentina al entrar ella en la habitación. Su presencia allí tenía el carácter desagradable de una prueba acusatoria, caligráfica, de las reliquias profanadas y otras cosas espantosas que se presentan ante un tribunal. Hizo que Isabel se sintiera débil, tanto que, si hubiera tenido que hablar en ese momento, habría sido incapaz; pero no vio tal necesidad, pues estaba convencida de que no tenía absolutamente nada que decirle a madame Merle. No obstante, en las relaciones con esa dama nunca había necesidades absolutas; tenía una forma de desenvolverse que le permitió superar no solo sus propias deficiencias, sino también las de los demás. Sin embargo, ese día no parecía ser la misma; entró muy despacio detrás de la portera, e Isabel se dio cuenta enseguida de que no era muy probable que pudiese echar mano de sus habituales recursos. Para madame Merle la situación también era excepcional, y se había propuesto hacer frente a la luz de las circunstancias. Eso le daba un aire de seriedad muy peculiar; ni siquiera intentó sonreír y, aunque Isabel vio más que nunca que estaba interpretando un papel, aun así le pareció que, en conjunto, aquella insólita mujer jamás había sido más ella misma. Madame Merle miró a su joven amiga de la cabeza a los pies, pero no de forma áspera o desafiante, sino más bien con fría amabilidad, y omitiendo cualquier alusión a su último encuentro. Era como si quisiera dejar bien clara la diferencia: en aquella ocasión había estado enojada, mientras que ahora se sintió del todo reconciliada.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora