Capítulo 51

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La condesa no fue desterrada, pero tampoco quedó muy segura de que fue a seguir disfrutando de la hospitalidad de su hermano. Una semana después de ese incidente Isabel recibió un telegrama de Inglaterra, fechado en Gardencourt y portador del sello de la autoría de la señora Touchett. «A Ralph no le quedan muchos días —decía—, y si es posible le gustaría verte. Insiste en que te diga que solo vengas si no tienes otras obligaciones. Por mi parte, diré que antes hablabas mucho de tus obligaciones y funciones de estas; tengo curiosidad por ver si ya lo has averiguado. Ralph se está muriendo, y no tiene a nadie más ». La noticia no cogió a Isabel por sorpresa, pues había recibido de Henrietta Stackpole el relato detallado de su viaje a Inglaterra en compañía de su agradecido paciente. Ralph había llegado más muerto que vivo, pero aun así ella había cumplido su objetivo de llevarlo a Gardencourt, donde de inmediato se había postrado en cama, de la que, escribía la señorita Stackpole, era evidente que no volvería a levantarse nunca más. Añadía que, en realidad, se había tenido que ocupar de dos pacientes en una vez de uno, ya que el señor Goodwood, que no había sido de ninguna ayuda práctica, estaba tan enfermo como el señor Touchett, aunque de otro modo. Después explicaba que se había visto obligado a ceder el terreno a la señora Touchett, que acababa de regresar de América y se había apresurado a darle a entender que no quería entrevistas en Gardencourt. Isabel había escrito a su tía al poco de llegar Ralph a Roma para comunicarle que su estado era crítico y sugerirle que volviese a Europa lo antes posible.

Isabel se quedó un momento mirando esa última misiva; luego, introduciéndola en su bolsillo, se dirigió al estudio de su marido. En la puerta volvió a detenerse un instante, al cabo del cual la abrió y entró. Osmond estaba sentado a la mesa que había cerca de la ventana con un infolio ante él, que tenía apoyado sobre un montón de libros. El volumen estaba abierto por una página de pequeñas láminas en color, e Isabel vio que estaba copiando de ella el dibujo de una moneda antigua. Tenía delante una caja de acuarelas y unos pinceles finos, y ya había transferido a una hoja de papel inmaculado el delicado y correctamente coloreado disco. Estaba de espaldas a la puerta, pero reconoció a su esposa sin girarse.

—Perdona que te moleste oferta esta.

—Cuando voy a tu habitación siempre llamo —contestó él mientras continuaba con su trabajo.

—Lo he olvidado; estaba pensando en otra cosa. Mi primo se está muriendo.

—No me lo creo —dijo Osmond mirando su dibujo a través de una lupa—.

Ya se estaba muriendo cuando nos casamos. Al final nos enterrará a todos.

Isabel no dedicó ningún tiempo ni pensamiento a apreciar el elaborado cinismo de esa afirmación, sino que se limitó a continuar hablando para informarle cuanto antes de su intención.

—Mi tía me ha telegrafiado. Tengo que ir a Gardencourt.

—¿Y para qué tienes que ir a Gardencourt? —preguntó Osmond con tono de imparcial curiosidad.

—Para ver a Ralph antes de que muera.

Durante un tiempo no replicó nada a eso; siguió prestando buena parte de su atención a su obra, que era del tipo que no admitía la menor negligencia.

—No veo la necesidad —dijo al fin—. Él vino a verte aquí, lo cual no me gustó nada, ya que consideré un gran error su presencia en Roma. Aun así lo consentí, porque iba a ser la última vez que lo vieras. Y ahora me dices que no va a ser la última. Eres muy desagradecida.

—¿Y por qué habría de estarte agradecida?

Gilbert Osmond dejó sus delicados utensilios de trabajo, sopló una mota de polvo del dibujo, se levantó lentamente y, por primera vez, miró a su esposa.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora