Capítulo 18

1 1 0
                                    

Ralph imaginó que, dadas las circunstancias, la despedida entre Isabel y su amiga podría resultar un tanto embarazosa, y bajó a la entrada del hotel sin esperar a su prima, quien, tras una breve demora, apareció con huellas en los ojos, o así lo creyó él, de reproches no aceptados. Los dos hicieron el viaje hasta Gardencourt en un silencio apenas interrumpido, y el criado que los recibieron en la estación no tenía mejores noticias que darles acerca del señor Touchett, razón por la que Ralph se congratuló de nuevo por la promesa obtenida de sir Matthew Hope de que tomaría el tren de las cinco y se quedaría a pasar la noche. Al llegar a casa, se enteró de que la señora Touchett no se había separado prácticamente del anciano y de que en ese momento se encontró con él. Ese hecho hizo que Ralph se dijese para sus adentros que, después de todo, lo que a su madre le faltado eran ocasiones propicias. Las naturalezas más preclaras eran aquellas que brillaban con luz propia en los momentos cruciales. Isabel se dirigió a sus aposentos y notó en toda la casa ese marcado silencio que precede a una crisis. Una hora más tarde, sin embargo, bajó en busca de su tía, a la que quería preguntarle por el señor Touchett. Miró en la biblioteca, pero la señora Touchett no se encontró allí, y dado que el tiempo, que había sido frío y húmedo, se había estropeado ahora por completo, no era probable que hubiera salido a dar su paseo habitual por los jardines. Isabel estaba a punto de hacer sonar la campanilla para enviar recado a los aposentos de la dama cuando tal propósito se esfumó ante un sonido inesperado: el de una música queda que parecía provenir del salón. Sabía que su tía jamás se acercaba al piano, por lo que lo más probable era que el músico era Ralph, que tocaba para distraerse. Que en aquel momento hubo recurrido a un pasatiempo así parecía indicar que la preocupación por el estado de su padre había disminuido; de modo que la joven, con buen humor casi renovado, se encaminó hacia el lugar de donde procedía la música. El salón de Gardencourt era una estancia de grandes dimensiones, y, al hallarse el instrumento situado en el extremo más alejado de la puerta por la que entró, su llegada pasó inadvertida para la persona sentada al piano. Esa persona no era ni Ralph ni su madre: era una dama desconocida para ella, circunstancia que advirtió de inmediato, pese a que la pianista estaba de espaldas a la puerta. Isabel, presa de la sorpresa, contempló un momento en la espalda ancha y elegantemente vestida. La dama, estaba claro, era una visita que había llegado durante su ausencia ya la que ninguno de los dos sirvientes con los que había hablado desde su regreso, uno de ellos la doncella de su tía, había hecho mención. Isabel, sin embargo, ya había aprendido de cuánta discreción podía ir acompañada la función de recibir órdenes, y era particularmente consciente de la sequedad con que la había tratado la doncella de su tía, entre los manos se había deslizado tal vez con excesiva desconfianza y con aires de poseer un plumaje demasiado lustroso. La llegada de un visitante no era en sí nada desconcertante; ella todavía no se había despojado de la juvenil creencia de que todo nuevo conocido puede resultar una influencia decisiva en la vida. Tras hacerse esas reflexiones, se dio cuenta de que la dama que estaba al piano tocaba extraordinariamente bien. Estaba tocando una pieza de Schubert, Isabel no sabía cuál pero reconoció al compositor, y la interpretación que hacía era muy personal, tocaba como una artista. Isabel se sentó sin hacer ruido en el asiento más próximo y esperó a que la pieza llegase a su fin. Una vez terminada, experimentó un irresistible deseo de darle las gracias a la intérprete, y se levantó del asiento para hacerlo, al mismo tiempo que la desconocida se giraba con rapidez, como si acabase de advertir su presencia. Isabel se sentó sin hacer ruido en el asiento más próximo y esperó a que la pieza llegase a su fin. Una vez terminada, experimentó un irresistible deseo de darle las gracias a la intérprete, y se levantó del asiento para hacerlo, al mismo tiempo que la desconocida se giraba con rapidez, como si acabase de advertir su presencia. Isabel se sentó sin hacer ruido en el asiento más próximo y esperó a que la pieza llegase a su fin. Una vez terminada, experimentó un irresistible deseo de darle las gracias a la intérprete, y se levantó del asiento para hacerlo, al mismo tiempo que la desconocida se giraba con rapidez, como si acabase de advertir su presencia.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora