Isabel no albergaba ningún motivo oculto para negarse a que Ralph la acompañase al hotel; simplemente le parecía que en los últimos días había consumido una cantidad desmesurada de su tiempo, y el espíritu independiente de la joven estadounidense, a la que un exceso de ayuda empujaba a adoptar una actitud que al final le resultóba «afectado», la había impulsado a decidir que durante unas cuantas horas debía bastarse a sí misma. Además, había sentido gran inclinación por vivir momentos en soledad, algo que, desde su llegada a Inglaterra, apenas pudo satisfacer. Era un lujo del que siempre había podido disfrutar en su casa y que conscientemente se había estado negando. Esa noche, sin embargo, tuvo lugar un incidente que, si hubiera habido allí un crítico para tomar nota, habría dejado sin argumentos la teoría de que el deseo de estar completamente a solas era lo que la había impulsado a prescindir de la compañía de su primo. Hacia las nueve de la noche, sentada bajo la tenue iluminación del hotel Pratt y tratando de enfrascarse, con la ayuda de dos largas velas, en la lectura de un volumen que había traído consigo de Gardencourt, no lograba leer otras palabras que unas que no estaban impresas en la página: las palabras que Ralph le había dicho esa tarde. De repente, sonaron en la puerta los nudillos muy quedos de un camarero, lo que sirvió de preludio a la entrega, casi como si de un trofeo glorioso se tratase, de una tarjeta de visita. Cuando ante su mirada fija se dibujó en la cartulina el nombre del señor Caspar Goodwood, Isabel dejó al hombre allí plantado y esperando sin comunicarle sus deseos.
—¿Quiere que haga subir al caballero, señora? —Preguntó el hombre con una inflexión que parecía querer alentarla.
Isabel seguía vacilante y, mientras dudaba, se miró en el espejo.
—Hágalo pasar funcionar al fin, y lo esperó tratando más de fortalecer el espíritu que de alisarse el cabello.
Al cabo de un momento, Caspar Goodwood estaba estrechándole la mano, pero sin decir nada hasta que el sirviente hubo abandonado la estancia.
—¿Por qué no ha contestado usted a mi carta? —Preguntó entonces él, en tono rápido, rotundo y un tanto perentorio, el tono de un hombre que las preguntas estaban normalmente cargadas de intención y que era capaz de ser muy insistente.
Isabel respondió con otra pregunta pronta:
—¿Cómo sabía usted que me están aquí?
—Me lo comunicó la señorita Stackpole —dijo Caspar Goodwood—. Me dijo que lo más probable era que se encontrase usted sola esta noche y que estaría dispuesta a verme.
—¿Dónde se ha visto con usted para para decirle eso?
—No se ha visto conmigo; me escribió.
Isabel se quedó en silencio; ninguno de los dos se había sentado, y permanecían en pie con aire desafiante, o cuando menos de contención.
—Henrietta nunca me dijo que se estaba escribiendo con usted —dijo ella al fin—. No es muy correcto de su parte.
—¿Es que le resulta tan desagradable verme? —preguntó el joven.
—No me lo esperaba. Y no me gustan las sorpresas de este tipo.
—Pero usted sabía que me encontraba en la ciudad. Era natural que nos encontráramos.
—¿Considera usted esto un encuentro? Yo esperaba no verlo. En un lugar tan grande como Londres me parecía muy posible.
—Por lo que parece, hasta escribirme le resultaba repugnante —prosiguió su visitante.
Isabel no respondió; la sensación de la traición de Henrietta Stackpole, como la consideró en aquel momento, era muy intensa en su interior.
—Está claro que Henrietta no es precisamente un modelo de delicadeza — comentó con amargura—. Se ha tomado demasiadas libertades.
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El retrato de una dama - Henry James
No FicciónConsiderada una de las mejores novelas de Henry James, "El retrato de una dama" -una "historia sencilla"- gira en torno a la joven y atractiva Isabel Archer, quien se ve obligada a trasladarse a Inglaterra desde su Estados Unidos natal. Una vez allí...