Capítulo 28

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Al día siguiente, ya entrada la tarde, lord Warburton acudió de nuevo al hotel a ver a sus amigos y, una vez allí, se enteró de que he ido a la ópera. Se dirigió al teatro con la intención de visitarlos en el palco, como se acostumbra a hacer sin formalismos en Italia; y una vez que logró entrar (se trataba de un local de segunda categoría), inspeccionó esa sala de gran tamaño, mal iluminada y de pobre decoración. Acababa de finalizar uno de los actos y no había obstáculo para su búsqueda. Tras escudriñar dos o tres filas de palcos, descubrió en uno de los más grandes a una dama a la que no tuvo dificultad en reconocer. La señorita Archer estaba sentada de cara al escenario y quedaba parcialmente oculta por la cortina del palco; ya su lado, recostado en su asiento, se encontró el señor Gilbert Osmond. Parecían tener el lugar para ellos solos, y Warburton supuso que sus acompañantes aprovechado el descanso para disfrutar de la relativa frescura del vestíbulo. Permaneció un instante con la mirada clavada en la interesante pareja y se preguntó si debería subir e interrumpir su tranquilidad. Al fin hizo visto que Isabel lo había, y esa circunstancia le tomar una decisión. No debía mostrarse claramente esquivo. Tomó el camino de las alturas y en la escalera se tropezó con Ralph Touchett, que bajaba con lentitud, el sombrero ladeado como indicando hastío y las manos donde siempre solía llevarlas. Permaneció un instante con la mirada clavada en la interesante pareja y se preguntó si debería subir e interrumpir su tranquilidad. Al fin hizo visto que Isabel lo había, y esa circunstancia le tomar una decisión. No debía mostrarse claramente esquivo. Tomó el camino de las alturas y en la escalera se tropezó con Ralph Touchett, que bajaba con lentitud, el sombrero ladeado como indicando hastío y las manos donde siempre solía llevarlas. Permaneció un instante con la mirada clavada en la interesante pareja y se preguntó si debería subir e interrumpir su tranquilidad. Al fin hizo visto que Isabel lo había, y esa circunstancia le tomar una decisión. No debía mostrarse claramente esquivo. Tomó el camino de las alturas y en la escalera se tropezó con Ralph Touchett, que bajaba con lentitud, el sombrero ladeado como indicando hastío y las manos donde siempre solía llevarlas.

—Te he visto abajo hace un momento e iba a buscarte. Me siento solo y necesito compañía ofrece Ralph a modo de saludo.

—Pues tienes una muy buena y la has abandonado.

—¿Te refieres a mi prima? Tiene un visitante y no me quiere allí. Y la señorita Stackpole y el señor Bantling se han ido a un café a tomarse un helado; a la señorita Stackpole le encanta el helado. Y tampoco me pareció que ellos me quisiesen a su lado. La ópera es muy mala; las mujeres parecen lavanderas y cantan como pavos reales. Me encuentro muy deprimido.

—Entonces harás mejor regresando al hotel ofrecido lord Warburton sin rodeos.

—¿Y abandonar a mi joven dama en este deprimente lugar? De eso ni hablar, tengo que cuidar de ella.

—No parece andar escasa de amigos.

—Ya, por eso precisamente tengo que vigilarla.

—Pues si a ti no te quiere a su lado, es probable que a mí tampoco.

—No, en tu caso es distinto. Ve al palco y quédate allí mientras yo doy una vuelta.

Lord Warburton se dirigió al palco, donde Isabel le recibió como si fuese un amigo tan honorable y antiguo que él se preguntó vagamente a qué extraño dominio temporal lo estaba anexionando. Intercambió saludos con el señor Osmond, a quien había sido presentado el día anterior y que, tras su entrada, se mantuvo en silencio y un tanto al margen, como si rechazase cualquier intervención en los asuntos que probablemente se estaban tratando. Al recién llegado le sorprendió ver que, en un ambiente operístico como aquel, la señorita Archer aparecía radiante, presa incluso de una leve exaltación. Sin embargo, como la mirada de la joven era siempre penetrante, sus gestos vivaces y su conversación muy animada, era posible que se equivocase al respecto. Su conversación con él, por otro lado, indicaba presencia de ánimo; expresaba una afabilidad tan deliberada e ingeniosa que no dejaba duda de que se encontraba en pleno dominio de sus facultades. El pobre lord Warburton tuvo momentos de perplejidad. Ella lo había desanimado, expresamente, en la medida en que podía hacerlo una mujer. ¿A qué venían entonces todas aquellas artes y agasajos, sobre todo con aquel tono de reparación o de preparación? Su voz tenía timbres de dulzura, pero ¿por qué razón los utilizaba con él? Regresaron los demás compañeros de palco, y dio comienzo otro acto de aquella ópera trivial, deprimente y familiar. El palco era amplio y había sitio para que él se quedase si se sentaba un poco atrás y a oscuras. Y así lo hizo durante media hora, mientras el señor Osmond permanecía en su sitio, inclinado hacia delante y con los codos apoyados en las rodillas, justo detrás de Isabel. Lord Warburton no oía nada, y desde su oscuro rincón no veía otra cosa que el nítido perfil de aquella joven dama recortado contra la tenue iluminación de la sala. Al llegar el siguiente entreacto nadie se movió. El señor Osmond se puso a hablar con Isabel y lord Warburton permaneció en su rincón. Sin embargo, solo estuvo unos instantes; después, se levantó y dio las buenas noches a las damas. Isabel no hizo nada por retenerlo, pero ello no impidió que volviese a ser presa de la confusión. ¿Por qué tenía ella tanto empeño en subrayar una de sus cualidades, justo la equivocada, y pasar completamente por alto otra, que era la acertada? Se sintió furioso consigo mismo por estar tan desconcertado, y después se enojó por sentirse furioso. La música de Verdi no le brindaba consuelo alguno, y salió del teatro y se fue caminando hacia su hotel, sin saber el camino, por aquellas tortuosas y trágicas callejuelas de Roma, por las que penas más grandes que la suya habían sido arrastradas bajo la luz de las estrellas.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora