Capítulo 19

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Como había anticipado la señora Touchett, Isabel y madame Merle se vieron obligados a verso tanto durante la enfermedad de su anfitrión que casi habría sido una infracción de las normas de la cortesía no haber hecho íntimas. Los modales de ambas eran exquisitos, pero es que, además, daba la casualidad de que se agradaban la una a la otra. Quizá resulte exagerado decir que se juraron amistad eterna, pero al menos tácitamente pusieron al futuro

por testigo. Isabel lo hizo con perfecta conciencia, pese a que habría tenido dudas a la hora de reconocerse íntima de su nueva amiga en el alto sentido que atribuía en su interior a dicho término. Es más, a menudo se preguntaba si alguna vez había sido, o si alguna vez podría ser, íntima de nadie. Tenía un ideal de la amistad, al igual que lo tenía de otros sentimientos, que en este caso (en otros no había sido así) le parecía que no alcanzaba a plasmarse del todo. Aun así a menudo se recordaba a sí misma que existían razones fundamentales que impedían que un ideal se convirtiese jamás en algo concreto. Era algo en lo que había que creer, no algo visible; no era cuestión de experiencia, sino de fe. La experiencia, no obstante, podría proporcionarnos imitaciones muy plausibles de un ideal, y era cometido de la sabiduría sacarles el máximo partido. Con todo, lo cierto era que Isabel jamás se había encontrado con un personaje más agradable ni más interesante que madame Merle; nunca había conocido a una persona que careciera menos que ella de ese defecto que representar el principal obstáculo para la amistad: esa apariencia de no estar sino reproduciendo los aspectos más tediosos, manidos y conocidos hasta la saciedad del carácter de uno mismo. Las puertas de la confianza de la joven estaban abiertas de par en par, más de lo que nunca lo estado; a aquella amable interlocutora le decía cosas que jamás había llegado a decir a ninguna otra persona. A veces aquella sinceridad llegaba a asustarla: era como si hubiera depositado en manos de una persona hasta cierto punto desconocida la llave de su joyero. Aquellas gemas espirituales eran las únicas de cierta importancia que Isabel poseía, razón de más para custodiarlas celosamente. Al final, no obstante, siempre se recordaba que jamás hay que lamentarse de un error fruto de la generosidad, y que si madame Merle carecía de aquellas virtudes que ella le atribuía, tanto peor para madame Merle. Era indudable que grandes virtudes sí que tenía: era encantadora, comprensiva, inteligente, culta. Y lo que era aún más importante (ya que Isabel no había tenido la mala fortuna de ir por la vida sin tropezarse con varias personas de su mismo sexo de las que con toda justicia se podía afirmar lo mismo), se trataba de alguien único, superior, preeminente. En el mundo hay muchas personas agradables, pero madame Merle distaba mucho de ser bondadosa a la manera vulgar o pertinazmente ocurrente. Era capaz de pensar, virtud rara en las mujeres, y que había ejercitado con muy buen resultado. Además, claro está, era capaz de sentir; Isabel no podía haber pasado una semana en su compañía sin haber tenido certeza de ello. Ese era sin duda el gran talento de madame Merle, su don más perfecto. La vida había dejado su huella en ella; la había sentido con intensidad, y parte de la satisfacción de ser aceptada en su compañía residía en que cuando la joven hablaba de lo que gustaba en llamar asuntos serios, la dama en cuestión la comprendía al instante sin ningún problema. La emoción, todo hay que decirlo, se había convertido para ella en algo que pertenecía a la historia; no ocultaba el hecho de que el manantial de la pasión, al esperar visto Isabel no podía haber pasado una semana en su compañía sin haber tenido certeza de ello. Ese era sin duda el gran talento de madame Merle, su don más perfecto. La vida había dejado su huella en ella; la había sentido con intensidad, y parte de la satisfacción de ser aceptada en su compañía residía en que cuando la joven hablaba de lo que gustaba en llamar asuntos serios, la dama en cuestión la comprendía al instante sin ningún problema. La emoción, todo hay que decirlo, se había convertido para ella en algo que pertenecía a la historia; no ocultaba el hecho de que el manantial de la pasión, al esperar visto Isabel no podía haber pasado una semana en su compañía sin haber tenido certeza de ello. Ese era sin duda el gran talento de madame Merle, su don más perfecto. La vida había dejado su huella en ella; la había sentido con intensidad, y parte de la satisfacción de ser aceptada en su compañía residía en que cuando la joven hablaba de lo que gustaba en llamar asuntos serios, la dama en cuestión la comprendía al instante sin ningún problema. La emoción, todo hay que decirlo, se había convertido para ella en algo que pertenecía a la historia; no ocultaba el hecho de que el manantial de la pasión, al esperar visto y parte de la satisfacción de ser aceptada en su compañía residía en que cuando la joven hablaba de lo que gustaba en llamar asuntos serios, la dama en cuestión la comprendía al instante sin ningún problema. La emoción, todo hay que decirlo, se había convertido para ella en algo que pertenecía a la historia; no ocultaba el hecho de que el manantial de la pasión, al esperar visto y parte de la satisfacción de ser aceptada en su compañía residía en que cuando la joven hablaba de lo que gustaba en llamar asuntos serios, la dama en cuestión la comprendía al instante sin ningún problema. La emoción, todo hay que decirlo, se había convertido para ella en algo que pertenecía a la historia; no ocultaba el hecho de que el manantial de la pasión, al esperar visto

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora