Una tarde del otoño de 1876, hacia el anochecer, un hombre joven de agradable presencia llamó a la puerta de un pequeño apartamento en la tercera planta de una vieja casa romana. Cuando le abrieron la puerta, el joven preguntó por madame Merle y la criada, mujer pulcra y no muy agraciada, con rasgos franceses y modales de doncella, le condujo a un salón diminuto y le rogó tuviera a bien decirle su nombre.
—Señor Edward Rosier ofrece el joven, y se sentó a esperar la llegada de su anfitriona.
Quizá el lector no haya olvidado que el señor Rosier era uno de los elementos decorativos del círculo estadounidense de París, aunque también debe recordarse que en ocasiones desapareció por completo de ese horizonte. Había pasado parte de varios inviernos en Pau y, como era un caballero de costumbres inveteradas, podría haber continuado durante años cumpliendo con su visita anual a ese lugar encantador. Sin embargo, cierto incidente ocurrido en el verano de 1876 no solo cambió sus ideas, sino también sus costumbres de siempre. Pasó un mes en la Alta Engadina y en Saint-Moritz conoció a una joven encantadora. De inmediato, comenzó a prestarle especial atención, ya que vio en ella al ángel del hogar perfecto que llevaba mucho tiempo buscando. El señor Rosier no se precipitaba jamás y era de lo más discreto, por lo que de momento se abstuvo de declarar su pasión. Sin embargo, cuando se despidieron —la joven partía hacia Italia y su admirador debía viajar a Génova, donde había prometido reunirse con unos amigos—, Rosier sentó que románticamente sería un desgraciado si no la volvía a ver. La manera más sencilla de hacerlo era viajar en otoño a Roma, donde la señorita Osmond residía con su familia. Así pues, el señor Rosier emprendió su peregrinaje a la capital italiana, adonde llegó el primero de noviembre. Era una empresa agradable, pero para el joven tenía un elemento de heroísmo. Al no estar habituado, corría el riesgo de exponerse al malsano aire romano, que en noviembre, sobre todo, estaba al acecho. La fortuna, sin embargo, favorece a los valientes, y nuestro aventurero, que ingería tres granos de quinina al día, al cabo de un mes no tenía motivos para deplorar su temeridad. Hasta cierto punto, había hecho buen uso de su tiempo tratando en vano de descubrir algún defecto en la composición de Pansy Osmond. La joven tenía un acabado perfecto; le dado hasta el último toque; era una pieza consumada. Pensaba a menudo en ella en amorosa meditación como habría pensado en la figura de una pastorcilla de porcelana de Dresde. Ciertamente, en el esplendor juvenil de la señorita Osmond había algo de rococó que Rosier, cuyos gustos se inclinaban hacia ese estilo, no podía sino apreciar. Su estima por las obras de períodos comparativamente frívolos se hizo evidente en la atención que dedicó al salón de madame Merle, que, si bien estaba amueblado con elementos de todos los estilos, era especialmente rico en objetos de los dos últimos siglos. De inmediato se colocó una lente en un ojo y, tras mirar a su alrededor, murmuró lleno de admiración: «¡Por Júpiter, qué cosas tan magníficas tiene!». La estancia era pequeña y estaba a rebosar de muebles; producía la impresión de que la seda desvaída y las pequeñas estatuillas se tambalearían ante el más mínimo movimiento. Rosier se puso en pie y recorrió el salón con paso cauteloso, inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo. La estancia era pequeña y estaba a rebosar de muebles; producía la impresión de que la seda desvaída y las pequeñas estatuillas se tambalearían ante el más mínimo movimiento. Rosier se puso en pie y recorrió el salón con paso cauteloso, inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo. La estancia era pequeña y estaba a rebosar de muebles; producía la impresión de que la seda desvaída y las pequeñas estatuillas se tambalearían ante el más mínimo movimiento. Rosier se puso en pie y recorrió el salón con paso cauteloso, inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo. inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo. inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo.
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El retrato de una dama - Henry James
Non-FictionConsiderada una de las mejores novelas de Henry James, "El retrato de una dama" -una "historia sencilla"- gira en torno a la joven y atractiva Isabel Archer, quien se ve obligada a trasladarse a Inglaterra desde su Estados Unidos natal. Una vez allí...