No intentaré relatar las impresiones que Isabel tuvo de Roma, ni analizar sus sentimientos mientras recorría las antiguas calzadas del Foro, ni tampoco enumerar sus pulsaciones al atravesar el umbral de San Pedro. Baste con decir que la percepción que obtuvo del infinito interés de dicho lugar era la que se podía esperar en una joven de su inteligencia y cultura. Siempre había sentido inclinación por la historia, y había historia en los adoquines de la calle y en los átomos de la luz del sol. La imaginación de Isabel se avivaba ante la mención de grandes hazañas, y allí donde fuera siempre se había realizado alguna gran hazaña. Todas esas cosas le provocaban gran emoción, pero era una emoción callada. Sus acompañantes tenían la impresión de que hablaba menos de lo habitual, y Ralph Touchett, cuando aparentaba mirar con aire lánguido y torpe por encima de la cabeza de su prima, lo que en realidad hacía era observarla. Por su parte, la joven se sintió inmensamente feliz; incluso habría estado dispuesta a creer que eran en general las horas más felices de su vida. La sensación de un pasado humano poderoso le resultaba abrumadora, pero se veía entremezclada de la forma más extraña, repentina y caprichosa con la brisa fresca y reconfortante del futuro. Las sensaciones se fundían unas con otras de tal forma que apenas distinguía cuál de ellas la guiaba, y deambulaba sumida en una especie de éxtasis de contemplación contenido, y aunque con frecuencia veía en las cosas que contemplaba más de lo que allí había, dejaba de ver muchas de las piezas que la guía Murray enumeraba. Roma, como decía Ralph, se entregaba plenamente al momento psicológico. El tropel de turistas estrepitosos había abandonado la ciudad, y la mayor parte de los lugares solemnes había recobrado su solemnidad. El cielo era un resplandor azulado, y el agua de las fuentes, en sus hornacinas musgosas, había perdido su helor y redoblado su música. En las esquinas de las calles luminosas y cálidas uno tenía que andar entre una profusión de flores. Una tarde, la tercera de su estancia en la ciudad, nuestros amigos ido a visitar las excavaciones más recientes del Foro, cuyos trabajos se ampliaron mucho desde hacía algún tiempo. Habían bajado desde la calle moderna hasta el nivel de la Vía Sacra, que recorrían con paso reverente aunque distinto en cada caso. A Henrietta Stackpole la sorprendía el hecho de que la antigua Roma estuviese pavimentada de forma muy parecida a Nueva York, e incluso encontró una analogía entre los profundos surcos de las cuadrigas que se podían distinguir en la antigua calzada y los raíles de hierro entrecruzados que denotan la intensidad de la vida en Estados Unidos. El sol había iniciado el descenso, el aire era una bruma dorada, y las largas sombras de las columnas rotas y los difusos pedestales se proyectaban sobre el campo de ruinas. Henrietta se alejó en compañía del señor Bantling, aparentemente encantada de oírle hablar de Julio César como «ese viejo pícaro», y Ralph dirigió todas las aclaraciones que estaba preparado para ofrecer al oído atento de nuestra heroína. Uno de los modestos arqueólogos que pululan por el lugar se había puesto a disposición de los dos jóvenes, y recitaba su lección con una fluidez que no se había visto en absoluto mermada pese a lo avanzado de la temporada. En un rincón remoto del Foro se estaba realizando una excavación y el arqueólogo les dijo que si a los signori les apetecía ir hasta allí un momento a mirar, quizás viesen algo de interés. La propuesta sedujo más a Ralph que a Isabel, fatigada ya de tanto andar. De manera que encareció a su primo que fue a satisfacer su curiosidad mientras ella esperaba su vuelta tranquilamente. El momento y el lugar eran plenamente de su agrado, de modo que le resultaría placentero quedarse un rato a solas. Así pues, Ralph se alejó en compañía del cicerone mientras Isabel tomaba asiento en una columna caída cerca de la base del Capitolio. Quería tener un momento de soledad, pero apenas pudo disfrutar del mismo. Pese al interés que despertaban en ella profundo esas maltrechas reliquias del pasado de Roma que yacían diseminadas a su alrededor y en las que la corrosión de los siglos no había conseguido eliminar las huellas de la vida individual, sus pensamientos, tras detenerse un tiempo en aquellas cosas, empezado a divagar, mediante una concatenación de estadios que requieren mucha perspicacia reconstruir, hasta regiones y objetos revestidos de un atractivo más vivo. Del pasado romano al futuro de Isabel Archer había un largo trecho, pero su imaginación lo había salvado de un solo vuelo y ahora revoloteaba en despaciosos círculos sobre este nuevo campo más cercano y fecundo. Estaba tan absorta en sus pensamientos, la vista fija en una hilera de losas agrietadas aunque todavía en su sitio, que no había oído el ruido de unos pasos que se aproximaban antes de que una sombra se cruzase en su campo de visión. Alzó la vista y vio a un caballero, un caballero que no era Ralph viniendo a decirle que había regresado de las excavaciones porque eran un aburrimiento. El personaje se sobresaltó tanto como ella, y se descubrió la cabeza ante la visible sorpresa de Isabel, que empalideció.
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El retrato de una dama - Henry James
NonfiksiConsiderada una de las mejores novelas de Henry James, "El retrato de una dama" -una "historia sencilla"- gira en torno a la joven y atractiva Isabel Archer, quien se ve obligada a trasladarse a Inglaterra desde su Estados Unidos natal. Una vez allí...