Capítulo 34

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Una mañana, a la vuelta de su paseo, una media hora antes del almuerzo, Isabel bajó del vehículo en el patio del palacio y, en lugar de subir por la majestuosa escalinata, cruzó el patio, pasó por debajo de un arco y entró al jardín. En ese momento era el lugar más delicioso que pudiera imaginarse. Sumido en la quietud del mediodía, la sombra cálida, envolvente y en calma convertía los cenadores en espaciosas cuevas. Ralph estaba allí sentado en la penumbra clara, a los pies de la estatua de Terpsícore, ninfa danzante con crótalos en los dedos y velos flotantes a la manera de Bernini. La relajación extrema de la figura de su primo hizo pensar al principio a Isabel que estaba dormido. Su paso despertar ligero sobre la hierba no le habíaado y, antes de marcharse, la joven se detuvo un instante a contemplarlo. En ese momento Ralph abrió los ojos, e Isabel se sentó en un rústico asiento a juego con el que ocupaba su primo. Aunque en su enfado le había acusado de indiferencia, no estaba tan ciega para no ver que había algo que atormentaba a Ralph. Isabel había justificado su aire ausente en parte por la abulia que le provocaba una debilidad cada vez mayor, en parte por las preocupaciones relacionadas con la propiedad heredada de su padre, fruto de unas excéntricas operaciones que la señora Touchett desaprobaba y que, como le había dicho a Isabel, ahora encontraban también la oposición de los otros socios del banco. Tendría que estaba ido a Inglaterra, le decía su madre, en lugar de a Florencia. Hacía muchos meses que no iba por allí, y mostraba el mismo interés por los asuntos bancarios que por la situación de la Patagonia.

—Siento haberte despertado oferta Isabel—; pareces muy cansado.

—Me encuentro muy cansado. Pero no estaba dormido. Estaba pensando en ti.

—¿Y eso te cansa?

—No te puedes imaginar hasta qué punto. No lleva a ninguna parte. El camino es largo y no llego jamás.

—¿Adónde te gustaría llegar? —Le preguntó mientras cerraba la sombrilla.

—A poder expresarme apropiadamente lo que pienso de tu compromiso.

—No pienses demasiado en eso —le respondió con suavidad.

—¿Quieres decir que no es asunto mío?

—Llegado a cierto punto, no lo es.

—Ese es el punto que quiero precisar. Imagino que habrás pensado que me estaba portando como un maleducado. No te he felicitado todavía.

—Claro que me he dado cuenta. Me preguntaba por qué guardabas silencio.

—Por muchas razones. Te lo voy a explicar —dijo Ralph. Se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo. Después se sentó frente a ella, mirándola. Se echó hacia atrás bajo la protección de Bernini, con la cabeza apoyada en su pedestal del mármol, los brazos caídos a los lados y las manos apoyadas en los brazos de su amplia butaca. Se le veía raro, incómodo. Estuvo vacilando un buen rato. Isabel no dijo nada: cuando veía a alguien incómodo solía sentir lástima, pero estaba decidida a no ayudar a Ralph a decir una sola palabra que no respetase su gran decisión—. Creo que a duras penas me he recuperado de la sorpresa —continuó al fin—. Eres la persona de quien menos esperaba que se dejara atrapar.

—No sé por qué lo llamas dejarse atrapar.

—Porque te van a meter en una jaula.

—Si me gusta mi jaula, eso no tiene por qué preocuparte —respondió ella.

—Eso es lo que me pregunto, y en lo que he estado pensando.

—Si tú lo has estado pensando, ¡puedes imaginar cuánto lo he pensado yo!

Me siento satisfecha de lo que estoy haciendo.

—Pues mucho debes de haber cambiado. Hace un año valorabas tu libertad por encima de cualquier cosa. Lo único que deseabas era contemplar la vida.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora