Capítulo 30

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Regresó a Florencia al día siguiente en compañía de su primo, y Ralph Touchett, aunque normalmente se impacientaba al tener que someterse a la disciplina del ferrocarril, disfrutó de las sucesivas horas pasadas en el tren que alejaba a su compañera de la ciudad que ahora se distinguía por la preferencia de Gilbert Osmond, unas horas que forman parte de la primera etapa de un plan de viaje más prolongado. La señorita Stackpole se había quedado en Roma; planeaba un pequeño viaje a Nápoles, que iba a emprender con la ayuda del señor Bantling. Isabel dispondría de tres días en Florencia antes del 4 de junio, fecha de la partida de la señora Touchett, y había decidido dedicar el último día a cumplir su promesa de visitar a Pansy Osmond. Su plan, sin embargo, pareció verse por un momento ligeramente alterado a causa de una sugerencia de madame Merle.

«Desde siempre») le parecía a Isabel, a la luz de ciertas fotografías de la

inmensa morada con almenas que su amiga le había enseñado, un preciado tesoro. Isabel le explicó a la afortunada dama que el señor Osmond le había pedido que fue a ver a su hija, aunque no mencionó que también le había hecho una declaración de amor.

—¡Ah, comme cela se trouve! —Exclamó la señora Merle—. Yo también he estado pensando que sería un amable detalle visitar a la niña antes de marcharme.

—Entonces podemos ir juntas con Isabel con sensatez: «sensatez» porque hizo la propuesta con poco entusiasmo.

Había planeado hacer su pequeño peregrinaje a solas, lo prefería así. No obstante, estaba dispuesta a sacrificar este sentimiento místico por la gran consideración que le tenía a su amiga.

Esta, sin embargo, meditó con detenimiento y al final declaró:

—Después de todo, ¿por qué ir las dos, teniendo ambas tanto que hacer durante estas últimas horas?

—De acuerdo, puedo ir sola sin problemas.

—No sé qué pensar acerca de que vaya sola a la casa de un atractivo soltero. Estuvo casado, ¡pero hace tanto tiempo!

—Estando el señor Osmond fuera, ¿qué más da? —preguntó Isabel con gesto serio.

—Ellos no saben que está fuera, ¿comprende?

—¿Ellos? ¿A quiénes se refiere?

—A todo el mundo. Pero quizá no sea importante.

—Si usted pensaba ir, ¿por qué yo no? —preguntó Isabel.

—Porque yo soy una vieja cascada y usted una bella jovencita.

—Aun admitiendo eso, usted no se ha comprometido a ir.

—¡Qué bien cumple usted sus promesas! —exclamó la dama de más edad con suave tono de burla.

—Valoro mucho mis promesas. ¿Le sorprende?

—Tiene razón —reflexionó en voz alta madame Merle—. Estoy segura de que quiere ser amable con la pequeña.

—Deseo mucho ser amable con ella.

—Vaya a verla entonces; nadie se lo tendrá en cuenta. Y dígale que habría ido yo de no hacerlo usted. O mejor —añadió madame Merle—, no se lo diga. No le importará.

Mientras avanzaba en un coche abierto, a la vista de todos, por el camino serpenteante que conducía a la casa del señor Osmond en lo alto de la colina, Isabel se preguntaba qué había querido decir su amiga con lo de que nadie se lo tendría en cuenta. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, aquella mujer, cuyo gusto viajero era, por regla general, más acorde con el mar abierto que con los peligrosos canales, dejaba caer frases de significado ambiguo, notas que sonaban falsas. ¿Qué le importaban a Isabel Archer las vulgares opiniones de gente insignificante? ¿Y suponía madame Merle que era capaz de hacer algo que tuviese que hacerse a escondidas? Claro que no: debía referirse a algo distinto, algo que con las prisas de las horas que precedían a su marcha no había tenido tiempo de explicar. Isabel retomaría este tema algún día, había ciertas cuestiones en las que quería ser clara. Oyó a Pansy tocando el piano en otra habitación mientras la conducían al salón del señor Osmond. La niña estaba «practicando», y a Isabel le agradó pensar que llevaba a cabo esta actividad con rigor. Pansy entró de inmediato en la estancia alisándose el vestido e hizo los honores de la casa de su padre con una cortesía atenta y sincera. Isabel permaneció allí sentada media hora y Pansy estuvo a la altura de la ocasión, como una pequeña hada alada en una pantomima que flota en el aire con la ayuda de hilos invisibles: no parloteando, sino conversando, y mostrando el mismo interés respetuoso por los asuntos de Isabel que la joven se tomaba por los suyos. Isabel quedó maravillada; nunca se había ofrecido tan directamente a su olfato la blanca flor de la dulzura cultivada. ¡Qué bien había sido educada la niña, se dijo nuestra admirada joven; con cuánto acierto la habían orientado y moldeado; y sin embargo, qué sencilla, natural e inocente seguía siendo! A Isabel le gustaba mucho analizar el carácter y la calidad de la gente, ahondar, como quien dice, en los profundos misterios personales, y le había agradado dudar, hasta ese momento, de si aquel tierno esqueje en realidad no lo sabría ya todo. ¿No sería su extrema franqueza la demostración de un perfecto conocimiento de sí misma? ¿Era una pose adoptada para agradar a las visitas que recibía su padre, o más bien la expresión directa de una naturaleza sin tacha? La hora que pasó Isabel en las preciosas salas vacías y en penumbra del señor Osmond (las ventanas estaban entornadas para evitar el calor, y aquí y allá, a través de algunas rendijas, la luz del espléndido día veraniego se filtraba con un destello de color apagado o de oro viejo en la densa oscuridad), la conversación con la hija del dueño de la casa, como digo, resolvió toda duda al respecto. Pansy era realmente una página en blanco, una superficie de pureza cándida conservada con éxito. No tenía artes, astucia, genio ni talento tan solo dos o tres pequeños y exquisitos instintos: para reconocer a un amigo, para evitar errores, para cuidar de un juguete viejo o un vestido nuevo. No obstante, aquella ternura suya la hacía conmovedora, y transmitía la sensación de que sería víctima fácil del destino. No tendría voluntad ni fuerza para resistir, ni conciencia de su propia importancia; sería fácil de engañar y aplastar: su única fuerza consistiría en saber cuándo y a qué asirse. Pansy acompañó por la casa a su visitante, que había solicitado ver de nuevo las otras estancias, y la muchacha dio su opinión acerca de algunas de las obras de arte allí expuestas. Le habló de sus proyectos, de sus ocupaciones, de las intenciones de su padre. No se mostró egocéntrica, pero consideró apropiado ofrecer toda la información que una huésped tan distinguida naturalmente esperaría.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora