Capítulo 7

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Los dos se entretenían hablando una y otra vez acerca de la manera de ser del pueblo británico, como si la joven estuviese en condiciones de poder agradar a su gente, pero lo cierto era que, hasta el momento, el pueblo británico permanecía profundamente indiferente con respecto a la señorita Isabel Archer, quien, tal como aseguraba su primo, había tenido la mala fortuna de ir a parar a la casa más aburrida de Inglaterra. Su tío, aquejado de gota, recibía a muy poca gente, y tampoco era de esperar que la señora Touchett, que no había cultivado la amistad de los vecinos de su marido, fue a recibir la visita de aquellos. No obstante, ella tenía una afición muy peculiar: le encantaba recibir tarjetas de visita. Sentía poca inclinación hacia lo que suele denominarse relaciones sociales, pero nada le agradaba más que encontrarse con la mesita del vestíbulo cubierta por los rectángulos blancos de aquellas simbólicas cartulinas. Se vanagloriaba de ser una mujer sumamente justa, y había llegado a la indiscutible verdad de que en este mundo nada se obtiene sin dar algo a cambio. No había desempeñado en sociedad el papel de señora de Gardencourt, y por tanto no era de esperar que la gente de los alrededores llevase cuenta detallada de sus idas y venidas. Pero eso no era obstáculo para que encontrase injusto que se hiciese tan poco caso de sus movimientos y que pensase que su fracaso (en realidad muy gratuito) en convertirse en alguien importante del entorno tenía muy poco que ver con sus alusiones sarcásticas al país de adopción de su marido. Isabel se encontró así en la insólita situación de tener que defender la Constitución británica frente a su tía, ya que la señora Touchett había adquirido el hábito de lanzar dardos envenenados contra tan venerable institución. Isabel sintió siempre el impulso de arrancar de ella los dardos, no porque pensase que infligían daño alguno a aquel viejo y seco pergamino, sino porque era del parecer de que su tía podía hacer mejor uso de esa mordacidad suya. Ella también era muy crítica, algo inherente a su edad, sexo y nacionalidad; pero a la vez era muy sentimental, y había algo en aquella ironía de la señora Touchett que hacía brotar el manantial de sus principios morales. Isabel sintió siempre el impulso de arrancar de ella los dardos, no porque pensase que infligían daño alguno a aquel viejo y seco pergamino, sino porque era del parecer de que su tía podía hacer mejor uso de esa mordacidad suya. Ella también era muy crítica, algo inherente a su edad, sexo y nacionalidad; pero a la vez era muy sentimental, y había algo en aquella ironía de la señora Touchett que hacía brotar el manantial de sus principios morales. Isabel sintió siempre el impulso de arrancar de ella los dardos, no porque pensase que infligían daño alguno a aquel viejo y seco pergamino, sino porque era del parecer de que su tía podía hacer mejor uso de esa mordacidad suya. Ella también era muy crítica, algo inherente a su edad, sexo y nacionalidad; pero a la vez era muy sentimental, y había algo en aquella ironía de la señora Touchett que hacía brotar el manantial de sus principios morales.

—Y entonces, ¿cuál es su punto de vista? —le preguntó a su tía—. Si critica todo lo de aquí, es porque debe de tener un punto de vista. Y el suyo no parece ser el de una estadounidense, ya que tampoco parecía estar muy de acuerdo con todo lo de allá. Cuando yo critico algo, es porque tengo el mío propio, y es un punto de vista completamente estadounidense.

—Mi querida jovencita —dijo la señora Touchett—, existen en el mundo tantos puntos de vista como gente inteligente para formularlos. Bien podrías decir que, en ese caso, no habrá muchos. ¿Que si el mío es estadounidense? Jamás en la vida: eso sería demostrar una espantosa estrechez de miras. Mi punto de vista, gracias a Dios, es personal.

Isabel pensó que la respuesta era mejor de lo que le gustaría reconocer: era una descripción bastante acertada de su propia manera de juzgar las cosas, pero no habría estado muy bien decirlo en voz alta. En labios de una persona de menos edad y menos curtida por la experiencia que la señora Touchett, una declaración así habría sonado a falta de modestia, incluso a arrogancia. Sin embargo, se arriesgó a hacerla mientras hablaba con Ralph, con quien charlaba a menudo y con el que la conversación era de una naturaleza que dejaba amplio margen para toda suerte de extravagancias. Su primo había adquirido la costumbre, como suele decirse, de tomarle el pelo. Desde muy pronto había adquirido a sus ojos la reputación de tomárselo todo a broma, y no era hombre que desaprovechase los privilegios que una reputación así confiere. Ella le acusaba de una falta de seriedad odiosa, de reírse de todo, empezando por sí mismo. De su inclinación a la irreverencia, el único que quedaba a salvo era su padre; con el resto ejercía la ironía de forma indiscriminada, tanto con el hijo de su padre, con los débiles pulmones de dicho caballero o con su inútil vida, como con su fantástica madre, con sus amigos (en especial lord Warburton), con sus dos países, el de origen y el de adopción, o con su encantadora prima recién hallada.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora