26|Es bueno tener a alguien que nos salve

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9 de octubre de 2015.

Sentí las piernas lánguidas mientras entraba en el conservatorio y unas punzadas me bombardearon las sienes.

No había dormido bien. Mi cuello estaba rígido y dolorido, tanto como mis hombros.

Mientras caminaba, rogaba internamente que la sala estuviera abierta y vacía. Cada fibra de mi ser me pedía que tocara el piano e ingresara en aquel universo en el que encontraba la paz que necesitaba.

Ansiaba que la música me ayudara a pensar con claridad.

Suspiré aliviado cuando vi que no había nadie en el aula. Toqué el picaporte y, para mi fortuna, cedió.

Bajé mis hombros tensos de manera inconsciente al entrar. Corrí hasta el escenario y me senté en el banquillo.

No sé cuánto tiempo estuve viendo el piano de cola negro delante de mí. Me dolía la cabeza y sentía los párpados pesados, pero inhalé y me animé a tocar. La música lograría aliviar el desastre de emociones que estaba masacrándome el pecho.

Asenté los dedos sobre las teclas y me dejé llevar. Las emociones vinieron en oleadas y empezaron a arrastrarme a su antojo mientras tocaba notas al azar. Al principio habían sido acordes de algunas canciones que me gustaban, pero luego me di cuenta de que había comenzado a tocar la canción que les había mandado a los chicos, en septiembre; la que trataba sobre las almas perdidas que pierden el rumbo y andan a trompicones por la vida, pero que intentan hallar una luz de esperanza.

Tragué duro para empujar la opresión en mi garganta. ¿Y si esta internación era peor? Todo indicaba que sí, que el riñón izquierdo de Ethan ya no funcionaba.

La noche anterior casi había excedido el límite de velocidad permitido porque la ansiedad y el miedo estaban carcomiéndome la mente. Cuando llegué al hospital, ningún miembro de mi familia tenía buena cara. Pregunté qué estaba pasando y mamá me respondió, con un hilo de voz y los ojos vidriosos, que estaban realizándole unos estudios a Ethan. Lo habían llevado al hospital porque se le había subido mucho la presión, la orina le había salido con sangre y se quejaba de que le dolía el riñón y la vejiga.

No sabíamos cuánto tiempo se quedaría en el hospital, porque los médicos querían controlar su infección urinaria y no sé qué más.

Me había encargado del tema de la internación y de consolar a mi madre, pero mi mente se había desconectado de cualquier diagnóstico médico que Ethan pudiera recibir, e incluso de registrar mis propias emociones. No quería escucharlo, aunque era consciente de que su salud estaba empeorando.

El desasosiego me recorrió las venas y quemó todo a su paso. Solo quería que él por fin estuviese bien.

Mis dedos apretaron las teclas, se movieron a su antojo y produjeron melodías fuertes y tan descontroladas como las emociones que estaban tirando de mí y lo rápido que mi corazón estaba latiendo.

La rigidez en mis hombros y el cansancio en mis párpados me llevaron a soltar las últimas notas, y miré el piano frente a mí, sin hacerlo en realidad.

Los acontecimientos de las últimas horas aparecieron en mi cabeza y el veneno de la incertidumbre llegó hasta mi pecho, inundándolo. Me froté los ojos con las palmas de las manos y arrojé un bufido cargado de enojo y pesar.

Me sobresalté al oír un sonido metálico sobre el escenario y me incorporé de golpe.

Me quedé de piedra cuando nuestras miradas se conectaron, solo vi cómo se sentaba a mi lado. Nuestros brazos casi se rozaron, y su calor y su aroma me embriagaron los sentidos.

Entreabrí los labios y levanté las cejas. «¿Escuchó todo? ¿Me vio frustrado? ¿Qué habré expresado mientras tocaba?».

Hubiese esperado que me regañara por «olvidar que no debía masacrar ningún piano al desquitarme», no que me viera con tanta preocupación y que en sus ojos encontrara una invitación para abrirle mi alma. Y que yo accediera. Estaba agotado mental, física y emocionalmente, y Lizzy tenía una de esas miradas nobles que generan confianza.

La cercanía entre nosotros me estremeció, pero lo sentí como el bálsamo que no sabía que había estado necesitando. La envolví con el brazo y ella apoyó su cabeza en mi pecho. Cerré los ojos al oler su perfume y traté de relajar la tensión en mi cuerpo mientras veíamos las teclas del piano

—A veces es bueno tener a alguien que impida que nos ahoguemos —murmuró.

Sus palabras impactaron en mi mente y en mi pecho, donde estaban anidando tantísimas emociones, una más asfixiante que la otra, y se me formó un nudo en la garganta. Mi familia siempre había sido mi sostén, pero incluso con ellos solía cerrarme, así que me había acostumbrado a ser hermético. Siempre guardaba mis emociones bajo llave porque me aterraba que salieran a la luz.

No supe qué contestarle a Lizzy, pero estaba agradecido porque se hubiera preocupado por mí.

Esbocé una sonrisa débil y deposité mis auriculares sobre el piano. Luego actué por impulso: acorté la distancia, y como solo encontré preocupación y cariño en sus ojos, la abracé fuerte y me correspondió de inmediato. Frotó su mano en mi espalda; mi piel pareció quemar con cada roce.

Un centenar de cosquilleos me asediaron y la cercanía de su cuerpo fue relajando la tensión en el mío. A medida que los segundos pasaban, necesitaba más de ella. Por primera vez en mi vida necesité aferrarme con tanta vehemencia a alguien más que no formara parte de mi familia. Ansiaba que Lizzy fuera mi ancla, y sabía que estaba dispuesta a serlo.

Puse una mano en su cintura y rocé el hueco entre su cuello y su hombro. La piel se me erizó y sentí un cosquilleo en el vientre que me subió hasta el cuello. Ella se estremeció y se aferró más a mí. Escondí la cara en su cuello y su aroma me llenó los pulmones. Me quedé quieto, con los ojos cerrados, y me aferré a Lizzy como si fuera un bote salvavidas, porque el mar de emociones dentro de mí me estaba ahogando.

No sabía qué depararía la salud de Ethan, y eso me aterraba.

—Gracias —susurré con la voz apagada.

Me separé de ella para mirarla a los ojos e intenté sonreírle.

El bullicio en el pasillo me devolvió a la realidad. Era un día cualquiera en el conservatorio. Tenía que prestar tanta atención en clases como me fuera posible, aunque no estaba seguro de que pudiese hacerlo.

Agarré nuestras mochilas, nos apresuramos a bajar del escenario y nos sentamos en primera fila.

Antes de que el profesor ingresara, Lizzy me dio un apretoncito en la mano y en su mirada hallé un claro mensaje: no dejaría que me ahogara.

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¿Una estrella que no se apaga? (Lost Souls #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora