1|Villano atacapianos

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4 de septiembre de 2015.

Septiembre no era un buen mes ni para mí ni para mi familia. Ese, en particular, me tenía de los nervios.

Hacía más de dos meses que estaba intentando encontrar un departamento, en vano; los pisos agradables que había encontrado se salían de mi presupuesto. La suerte había estado de mi parte cuando años atrás había conseguido firmar el contrato de alquiler del departamento que en mayo tuve que dejar.

Mamá había renunciado a su empleo para cuidar a Ethan, a principios de año, así que Jessica —mi hermana mayor— y yo nos estábamos encargando del tratamiento de nuestro hermano. Mi seguro médico le garantizaba la rehabilitación, pero cubría solo un porcentaje de sus medicamentos y algunas consultas médicas. Por eso estaba viviendo con mis abuelos maternos. Los amaba y disfrutaba su compañía, pero me había acostumbrado a tener mi espacio propio.

Entré en el conservatorio, con dolor en las sienes y los hombros rígidos. La noche anterior había dormido cuatro horas y el día en la tienda de música en el que trabajaba me había resultado agotador. Tampoco me había concentrado; cada tanto había estado revisando mi celular, esperando la respuesta del propietario de algún edificio. Pero ninguna llegaba, y si lo hacían era para avisarme que ya habían ocupado los apartamentos que había estado viendo.

Le pregunté a la recepcionista del conservatorio si la sala que amaba, una del primer piso, estaba ocupada. Cuando dejé mi departamento anterior, tuve que llevar mi piano a la casa de mi madre, en Paddington, porque no cabría en el cuarto que ahora estaba ocupando en la de mis abuelos, en Camden Town. Y ese día no quería tocar el piano en la casa de mi madre.

Retuve un suspiro de alivio cuando la recepcionista me contestó que la sala estaría disponible durante una hora. Musité un agradecimiento, corrí hasta las escaleras y las subí de dos en dos.

Bajé mis hombros tensos cuando atisbé la sala, a unos metros. Transité el corredor y me topé con los cuadros de músicos de siempre, todos de diversos períodos.

El corazón me latió contento al adentrarme en la sala, y sonreí. Dos paredes de color marfil estaban decoradas con más cuadros de músico y otras dos de un rojo apagado, que poseían ventanales largos terminados en semicírculo, me habían acogido durante mi primer año. A los costados, encontré las dos filas extensas de sillas color carmín que varias veces había visto casi llenas. Luego alcé la cabeza hacia el techo, también de color marfil y con sutiles detalles dorados. Las arañas de oro que colgaban de él siempre estaban relucientes.

Subí los tres escalones que conducían al escenario de madera clara y me senté en el banquillo. Saqué la partitura de la pieza de Chopin que había estado dándome tantísimos dolores de cabeza en los últimos tres días y la coloqué en el atril.

No sé por cuántos segundos contemplé el instrumento, con la cabeza embotada. Cuando por fin me moví, una fuerza poderosa me apretó el pecho y no controlé mis impulsos: mis dedos se desplazaron descontrolados por las teclas.

Apreté los dientes y agucé el oído. No estaba haciéndolo bien. Me ordené concentrarme, pero la impotencia que había estado sintiendo durante semanas me nubló la mente.

No, septiembre no era un buen mes hacía casi once años. Ya no tenía tantas pesadillas, pero, a veces, cuando estaba en compañía de mi familia y me quedaba más tiempo de lo normal viéndolos, no podía dejar de cuestionarme qué pasaría si perdiera a algún integrante. La idea me revolvía las entrañas y me remontaba al 10 de septiembre de 2004.

Quienes más me preocupaban eran mamá y Ethan. Me aterraba pensar en verla deprimida de nuevo y la salud de mi hermano pendía de un hilo. En abril había tenido una recaída. Los doctores le habían cambiado el tratamiento y estaban controlando su insuficiencia renal como podían.

¿Una estrella que no se apaga? (Lost Souls #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora