CAPÍTULO 40

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Ángeles

Elizabeth Hristova

Levanto las manos y me doy la vuelta hacia Alexander, quien no muestra ninguna expresión en su rostro. Al parecer no le gustó mucho la nota que le dejé.

Le sonrío.

—Puedes matarme, no vengo armada. —digo y presiona con más intensidad el cañón en mi frente, haciéndome tensar la mandíbula y bajar la mirada.

—Cierra la boca, Elizabeth, quien tiene la pistola en la cabeza no soy yo.

Subo mis ojos hasta los suyos, enfocándome en el chocolate que siempre aprecié. De un rápido movimiento golpeo su muñeca, en sus tendones, haciendo que suelte un poco el agarre y me permita quitarle la pistola, segundos después la descargo y lanzo el objeto tan lejos como puedo, al igual que el arma, para después escuchar el crujir del vidrio.

—Tampoco soy yo, Alexander.

Ríe por lo bajo, agachando la cabeza ligeramente, con una mano en su cadera y la otra deslizándose por su cabello.

—Siempre tienes que hacer las cosas tan difíciles, ¿cierto, Elizabeth?

Vuelve sus ojos a mí.

—¿Qué te puedo decir? De no hacerlo no sería yo. —respondo, pero no hay burla en mi tono ni en mi expresión.

—Claro. —murmura.

Camina por la habitación y termina tirándose en la cama, como si no fuera yo una enemiga y amenaza activa. Lo sigo, pero cautelosamente y sin que él se dé cuenta, me pongo de cuclillas pasando mi mano bajo la cama hasta dar con la pistola de escalada y el cinturón para abrochar el arnés. Me lo coloco en silencio, pero dejo la pistola bajo la cama, deslizándola por el suelo hasta que queda más cerca de la ventana.

Si esto sale mal, literalmente mi única opción sería lanzarme al vacío.

Me acuesto a un lado de él y me pongo de lado, para después pasar mis dedos por encima de su suéter negro, recordando en donde está el tatuaje. Lo siento tensarse, pero no se mueve, por el contrario, se queda más quieto y tranquilo.

»—Sabía que vendrías. —habla de pronto.

—Y yo sabía que tú sabías que vendría.

—Lo sé.

—Y te arriesgaste. Te estás arriesgando. —le recalco, como si él no lo supiera ya.

—Lo hago porque quiero hablar contigo, explicarte…

Lo interrumpo, a la vez que me siento en la cama con las piernas cruzadas.

—¿Explicarme qué, Alexander? No tienes nada que valga la pena decir y que yo no sepa. —ataco.

Esta maldita situación no tiene sentido. Lo que hacemos, nuestras acciones, nuestra calma sabiendo que en cualquier momento el otro puede atacar, incluso mis pensamientos. Se supone que deberíamos estarnos matando mutuamente, pero no, en vez de eso estamos conversando como si fuésemos personas normales.

Antes no sabía que él es el jefe de inteligencia, pero él sí sabía quién yo soy, y me dejó vivir muchas veces. Si no hubiese visto su tatuaje mi ignorancia seguiría activa.

—Creí que me darías la oportunidad de probarte que no me pondría en tu contra aún siendo… —se calla, reconociendo lo que saldría de su boca—, siendo lo que soy.

—No tienes nada que probarme porque aún tú no estando en contra de mí, el resto del mundo sí y con tu puesto no puedes permitirte faltas. Lo sabes.

MISÈREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora