Carter.
Mi madre siempre se ha quejado de que soy imprevisible. Lo soy, no puedo discutírselo, pero creo que parte de la diversión en esta vida está en no planear las cosas. Hay veces que lo mejor es apagar el cerebro y dejarse llevar.
Hace media hora, me harté de escuchar acordes de piano y violines afligidos y decidí volver a la playa. Cogí las llaves de la camioneta, metí en una mochila la toalla de esta mañana y me puse a conducir por la carretera.
Ahora estoy buscando un hueco en el aparcamiento. Sé por experiencia que los primeros días de verano cada habitante de San Diego se mueve de la ciudad a la costa.
Veo caravanas estacionadas en las filas del fondo, niños con cubos para hacer castillos en la mano y familias de todo tipo en el sendero que separa el parking de las dunas de la playa.
Antes de venir, supuse que, si iba a estar pasando de una canción deprimente a la siguiente, al menos lo haría con unas vistas que merecieran la pena. En una hora o así será el atardecer, y ya puedo ver la posición del sol bajando.
Apago la radio y el motor del coche y salgo al viento cálido del mar. Me coloco en primera línea de playa, alejado de los gritos de los niños y cerca de los pelícanos de la orilla.
Dejo pasar los minutos. Al final, ni siquiera saco los auriculares: me limito a fijar los ojos en el paisaje que tengo delante y contemplo el bucle infinito de las olas rompiendo con ímpetu contra el agua. El cielo se tiñe de colores vivos poco a poco, adornado por las bandadas de pájaros en vuelo.
Sin embargo, no ha llegado a anochecer cuando una persona corriendo hacia mí rompe la calma. Es una chica de mi edad, con la piel oscura y una expresión agitada en el rostro. Lleva algo entre las manos que no consigo distinguir.
—¿Tienes un coche? —me pregunta con la respiración entrecortada, agolpando las palabras. Apenas logro entender lo que me está diciendo—. Por favor, dime que sí.
—¿Un coche? —respondo, aletargado. Antes de que ella llegara estaba prácticamente durmiéndome.
Mirándola mejor, puedo ver que le caen lágrimas por las mejillas. Al principio pensaba que eran gotas del mar, teniendo en cuenta que está empapada, pero le brillan demasiado los ojos para ser simplemente agua salada.
—Sí, necesito que alguien me lleve a un sitio. Es urgente. —Traga saliva y abre un hueco en las manos por arriba para que pueda ver qué está sosteniendo. Me incorporo y veo una tortuga verde minúscula—. Tiene un anzuelo clavado en la garganta, y si no se lo saco pronto puede morirse.
Joder. Las tortugas verdes están en peligro de extinción.
—¿Sabes adónde llevarla?
—Sí, trabajo en una clínica de animales marinos.
Bueno, al menos tenemos una esperanza a la que aferrarnos. Cojo rápidamente la toalla y digo:
—Claro, sí, sí. Vamos.
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Off-shore | ©
RomanceCarter Davis sólo tiene una cosa en mente: aprovechar las vacaciones de verano para olvidar a su ex. Ha alquilado una habitación individual en la residencia de la Universidad de San Diego y planea pasar las próximas semanas surfeando y llorando hast...