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Aiden

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Aiden.

Son las tres de la mañana —mentira, no tengo la menor idea de qué hora es, pero he hecho una estimación aproximada— y sigo con los ojos abiertos, como si me hubiese metido quince bebidas energéticas en el cuerpo antes de acostarme.

Una amiga mía me preguntó una vez qué tienen las rupturas para que duelan tanto. Teniendo en cuenta que llevo cinco horas tratando de dormirme, yo diría que cafeína.

Encima, no puedo bajar el volumen a mis pensamientos. Al principio me hacían reír, porque soy una persona graciosa por naturaleza y el cóctel de frustración y tristeza está demostrando ser muy buen fermento para un show de comedia, pero me gustaría irme a dormir ya y apagar mi cerebro.

Eso sí, me pensaré seriamente lo de ir a Broadway a contar mis penas. He pensado en titular el espectáculo «No puedes deletrear rompecorazones sin Cora».

Tampoco es culpa de Cora. O no exactamente. No soy el típico tío que va responsabilizando a la tercera persona de que su novia le haya engañado. Pero tampoco es inocente del todo. Sabía perfectamente que todo lo que hacía con Kim era a mis espaldas. Y nunca ha mostrado ningún remordimiento. Si soy honesto, no creo que le importara mucho.

Necesito apartar todo lo relacionado con Kim de mi cabeza, aunque no ayuda que sea de madrugada y en el cuarto haga un calor húmedo e irrespirable. Después de un rato, entiendo que no voy a ser capaz de dormirme y que, si quiero un poco de aire fresco, tendré que encontrarlo en la calle.

Con sumo cuidado, me incorporo en la cama y saco las piernas por fuera, en busca de mis zapatillas. Cuando las encuentro, las levanto con los pies y me las pongo en silencio.

Las luces de la calle iluminan la habitación lo suficiente como para distinguir el cuerpo de Carter. Siempre he pensado que todos nos dormimos mirando a la pared, pero él tiene la cara apuntando hacia mí. Distingo su expresión de tranquilidad absoluta, y hay algo tranquilizador en la forma en que su pecho sube y baja a cámara lenta.

Bien, creo que no le he despertado. Ya sólo queda atarme los cordones y podré...

—Dime que no vendes droga.

La voz amodorrada —y de ultratumba— de Carter hace que por poco se me caigan las zapatillas del susto. Lo verdaderamente terrorífico es que ni siquiera ha abierto los ojos: sin mover un músculo, me habla como si fuese parte de su sueño, aunque es evidente que está despierto.

—¿Perdón? —A lo mejor le he oído mal.

—Que, si vendes droga, me gustaría saberlo.

Hago el lazo que me falta antes de responder.

—Carter, ¿por qué narices iba a vender droga?

—No sé, estás saliendo de la habitación a las cinco de la madrugada. —Sigue con los ojos cerrados. Da mucho mal rollo—. A estas horas no puede ser nada normal...

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora