26.

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Aiden

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Aiden.

Tengo la sensación de que, en cuanto escoja un número y lo seleccione, estaré poniendo en peligro mi vida.

Una de las pocas cosas que he aprendido de esta universidad es que hay por lo menos una máquina expendedora en cada edificio. Encontrar una ha sido fácil: he salido de la habitación después de cambiarme y me he metido en la primera construcción que no fuera una residencia.

Y aquí estamos. El sándwich de atún con mayonesa amenaza con regalarme una salmonelosis, el de setas promete intoxicarme, y el de cheddar no necesita más que ese color radioactivo para asegurarme que no es una buena idea.

—Conque eres un estudiante de primer año —murmura una voz familiar a mis espaldas.

Al girarme, me encuentro al chico que conocí ayer por la mañana en el gimnasio. Lleva una camisa blanca casi transparente, remangada a la altura de los codos, y unos shorts.

—En realidad, no estudio aquí en absoluto.

—Ah, eso explica muchas cosas. —Eleva las comisuras de los labios—. Los de esta universidad sabemos que no es una buena idea comprar ninguno de esos sándwiches. Si tu objetivo es morir, hay formas más rápidas e indoloras de hacerlo.

—¿Sí? Puedo comer bastante rápido —bromeo.

—No tiene sentido pagar por morir. Tampoco es que juzgue por eso, ¿eh? Soy canadiense y la eutanasia es legal allí. Pero pudiendo hacerlo gratis... no sé, yo optaría por ir al departamento de Química y robar sosa cáustica. He oído que tiene el mismo efecto que ese sándwich de cangrejo.

—Te haré caso. Descarto el sándwich de cangrejo.

—Bien.

—Bien —confirmo—. Pero no creas que no sé lo que está pasando en realidad... ¿Josh? —me aventuro a decir. No recuerdo del todo cómo se llama, pero era algo por el estilo.

—Buena memoria. Lamento no acordarme de tu nombre.

—Aiden.

Asiente, como si antes lo tuviera en la punta de la lengua.

—Cuéntame, Aiden. —Mantiene la expresión risueña de su cara y se cruje los nudillos. Haría un comentario sobre lo mucho que odio que hagan eso, pero no sería muy cortés—. Tengo curiosidad por saber qué está pasando.

—¿No es evidente? Quieres los sándwiches para ti.

—¿Todos los sándwiches? Eso es un pecado capital.

—Hay personas con un gran apetito —ofrezco.

—Gracias, pero no. Hace mucho que me deshice de mis ganas de morir. Mi muerte no será a manos de esta máquina.

Me cae bien (y quizá me haya salvado la vida). En vista de que ninguno de los dos comeremos nada de aquí, retrocedemos unos pasos y andamos hacia la salida del edificio.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora