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Aiden

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Aiden.

Supongo que ha sido estúpido pensar que Carter volvería en algún momento de la mañana, pero una parte de mí tenía la esperanza de que quisiera comer algo conmigo como ayer.

Tampoco es que tuviera razones para creerlo e, incluso si hubiese vuelto, nada dice que habría querido que nos fuéramos juntos a almorzar. Anoche estuvo ignorándome durante todo el rato que pasé en la habitación con él, así que debería haberme tomado eso como una señal.

A la una, hago el esfuerzo de levantarme de la cama. Este no puede ser mi plan durante el resto del mes. Aunque me duela perder el dinero de la residencia, creo que lo mejor es que me vuelva a casa y deje de hacer el ridículo en San Diego.

Ahora entiendo por qué la gente no hace sorpresas: existe un riesgo de que, al final, la sorpresa te la lleves tú.

Me parece que no voy a comer, al menos no todavía. Se me ha quitado el hambre, y eso que no he desayunado. Encontré antes una caja de cereales que guarda Carter en el armario, pero me parecía una invasión de su privacidad cogerlos sin preguntar, y no tengo su número de teléfono.

Veo en la mesilla de noche el mapa plegable que me dieron al llegar a la universidad y, de pronto, ya sé qué hacer.

Voy a intentar apuntarme al gimnasio del campus. Ojalá tengan tarifas diarias y no obliguen a pagar todo un mes, que ya he despilfarrado suficiente dinero y estoy casi pobre.

Cuando salgo al exterior, con unos pantalones cortos de deporte y una camiseta Nike que he rescatado del fondo del armario, me deprimo al pensar que mi estado de ánimo no me permite disfrutar del buen tiempo. Carter está por ahí, haciendo surf y dorándose bajo el sol, y yo me he quedado sin la única motivación que me trajo a la ciudad.

En fin, lo único que puedo hacer hasta que encuentre un vuelo barato a casa es pensar bien qué quiero decirle a Kim y, según parece, despejarme levantando pesas.

—¿La tarjeta de miembro? —dice la mujer del mostrador.

—No, yo... no tengo —respondo.

Está enrollando las toallas limpias y pasándolas al carrito que tiene detrás. Ni siquiera me mira cuando hablo.

—Pues si no tienes, no puedes entrar.

—Ya, ya lo sé. —Me pregunto por qué siempre me toca lidiar con la gente más desagradable—. Para eso he venido, para hacerme la tarjeta. Si puedo, claro.

Finalmente centra sus ojos en mí y resopla.

—Vuelve mañana. —Señala una hoja de papel pegada con celo al cristal del mostrador—. El horario para membresías y papeleo acaba a las dos de la tarde.

—Pero es la una y cuarto.

Frunce el ceño, como si no supiera adónde quiero llegar. Me dan ganas de decirle que no sé quién de los dos está más confundido. Quedan cuarenta y cinco minutos para las dos.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora