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Carter

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Carter.

Existen verdades mundialmente reconocidas. Una de ellas es que, si te apuntas al plan absurdo de correr por los alrededores de la universidad a altas horas de la madrugada, te arrepentirás a la mañana siguiente.

Me ha servido para presumir de resistencia a la hora de correr, eso sí. Puede que Aiden esté fuerte, pero lo está a base de levantar pesas en el gimnasio; no hay más que ver cómo la carrera ha sido un paseo agradable para mí y él parece que necesita comprar unas piernas nuevas en Amazon.

—Yo no bebería de esa fuente —le advierto. Siempre que vengo a este parque me limito a mojarme la cara. Hay una línea muy delgada entre la hidratación y la hepatitis A, y prefiero no cruzarla—. No sé si el agua es potable.

—Me muero de sed —dice, y bebe de todas maneras.

«Tú mismo», pienso. Ya es mayorcito para saber si le conviene desobedecer al sentido común. ¿Quién sabe? Quizá sí tenga el cuarto para mí solo, después de todo.

Cuando se aparta de la fuente, meto la cabeza debajo del chorro congelado y dejo que el frío recorra mi piel hasta sentirlo dentro del cerebro. El agua se filtra por mi camiseta y, al incorporarme, va dibujando patrones irregulares en ella.

—¿Hay alguna razón en concreto por la que hayas decidido levantarte en medio de la noche?

Frunce el ceño.

—Te podría hacer la misma pregunta.

—Ah, pero es distinto —rebato—. Yo simplemente me he unido al plan. Ya que me has despertado, no tenía nada mejor que hacer. Sobre todo con lo que me cuesta dormirme.

Aiden se sienta en el banco que hay junto a la fuente —a pesar de que mi idea era retomar la carrera después de intercambiar tres frases— y resopla, derrotado. Tiene los labios mojados por haber bebido y toda la zona de los hombros empapada de sudor. ¿Le he metido demasiada caña?

A lo mejor todavía no ha recuperado el aliento. Menudo flojo. No descarto del todo lo de los esteroides.

—Quería despejarme —dice—. Y no podía dormir.

Tengo demasiadas preguntas rondándome la cabeza. Es curioso que hayan pasado casi dos días desde que le conocí y aún no sepa qué hace en pleno junio alquilando una habitación en la residencia de mi universidad.

—¿De dónde vienes? —Me mira extrañado, así que reformulo la pregunta—. No eres de California, ¿no?

—No, no lo soy. Vivo en Boulder.

—Eso es...

Asiente.

—Colorado, sí.

Con razón no tiene ningún acento distinguible. Recuerdo que, hace unos meses, mi madre se fue a Denver de viaje con el agente inmobiliario y volvió a casa con cuarenta souvenirs. Nunca he estado en Colorado pero, gracias a su visita, ahora tenemos un imán magnético con su mapa en la nevera.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora