18.

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Aiden

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Aiden.

Me froto las manos, tenso. Para medir un metro noventa, me da la impresión de que, ahora mismo, soy del tamaño de una hormiga a punto de ser pisoteada. Con la diferencia de que a mí ya me pisotearon ayer, sin que Kim fuera consciente.

«Concéntrate, Aiden», me digo.

Hay muchas cosas que pueden salir mal, desde que sea Cora quien abra la puerta a que me quede totalmente congelado en cuanto vea a Kim. Pero no iba a avisarla de que venía bajo ningún concepto. Si hay una posibilidad de que el factor sorpresa juegue a mi favor, tengo que aprovecharme de ello.

He tocado el timbre hace catorce segundos exactos; lo sé porque los estoy contando mentalmente. Mi cabeza está buscando cualquier cosa en la que centrarse para no pensar en la conversación que se aproxima. Podría ir planeando lo que voy a decir, pero Kim no se merece mi coherencia.

La que tiene que hablar es ella, no yo.

—¡Voy! —chillan desde la distancia.

No sé si sentirme afortunado de que la voz sea de Kim. El mero hecho de escucharla hace que me duela el estómago, pero me contengo para mantener el equilibrio. Sólo faltaba que acabe potando en el porche de su edificio.

Nada más aparecer al otro lado de la puerta, sus labios se despegan y deja la boca abierta durante unos instantes. Parece que se va a lanzar a mis brazos, radiante, pero debe de darse cuenta de que no es una visita de celebración y termina quedándose en su sitio, mirándome con cautela.

Sé que estoy sudando. Noto la camisa pegada a mi brazo y mi frente está tres grados más caliente que el resto de mi cuerpo. Lo más probable es que se esté preguntando por qué estoy en su residencia con la expresión propia de quien ha sobrevivido a duras penas a un apocalipsis zombi.

No es ideal para mí tampoco. Si por mí fuera, habría seguido el plan inicial y estaría aquí con un ramo de flores frescas y mi mejor sonrisa. Quiero gritar que para eso me he recorrido cientos de kilómetros en pleno junio. Pero no lo hago. Permanezco callado. Ella hace lo mismo.

Así que, al final, me toca a mí romper el silencio. Y digo lo único que se puede decir en esta situación.

—Tenemos que hablar.

Diez minutos después, estamos sentados en unas escaleras. Kim ha metido las manos en los bolsillos de su peto vaquero, incómoda, y yo tengo los brazos por detrás de mi espalda con los puños cerrados. Ver que sigue esperando a que tome la iniciativa de romper el hielo me está desesperando.

¿Puedo entender por qué Kim tiene miedo de hablar después de que su novio haya viajado desde otro estado y se presente en su casa con cara de pocos amigos? Sí. ¿Tengo derecho a enfadarme irracionalmente? También.

—Esto... —empieza— ¿desde cuándo estás aquí?

Suspiro. En estos momentos, me cuesta mirarla.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora