Tony Stark, un hombre joven con un matrimonio fallido, escapa de la ciudad y de las garras de su marido abusador. Así es como llega a Wolfind, un pequeño pueblo leñero apartado de todas las luces y ruidos de la ciudad. Ahí conoce a Steve Rogers, un...
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Wolfind. 21 de enero a las 06:39. Pocas horas desde ese plenilunio.
No había parado de llorar. No había parado de forcejar las malditas cadenas que le mantenía sujeto a esa estúpida silla, las mismas cadenas que había ocupado para encadenar a Steve antes de que todo pasara.
No había parado de lamentarse por lo sucedido, de echarse la culpa por haber desobedecido al rubio y desencadenarlo cuando claramente le pidió que no lo hiciera. Tal vez nada habría pasado de haber hecho caso, o tal vez hubiera sido peor. No lo podría asegurar, y ya era muy tarde para hacerlo.
Sus muñecas le dolían como nunca antes. Pareciera que esas cadenas estuviesen al rojo vivo. Podía sentir cómo escurría su sangre de tanto que había forcejeado y luchado por liberarlas, pero nada. Ni siquiera los latigazos y cortadas del pasado le habían dolido tanto como ahora le estaba doliendo la piel de las muñecas. Ni siquiera cuando se dio cuenta de que su matrimonio había fracasado lloró tanto como en ese momento lo estaba haciendo. Ni siquiera cuando Victor abusó de él por primera vez su corazón había ardido tanto como en ese momento, casi jurando que su maldito aparato se estaba enterrando en él.
Desde hacía una hora atrás, un maldito auto había estado recorriendo cada puta calle de Wolfind anunciando a todos sus malditos residentes de la ejecución que se llevaría a cabo en el parque del pueblo. "Todos están invitados a asistir a la ejecución de La Bestia de Wolfind que se llevará a cabo en el parque a las 7 en punto."
Su novio había sido juzgado como un criminal y había sido condenado a la horca. Ahora mismo lo tenían ahí, atado como a él frente a todo Wolfind, tan asustado y siendo humillado por todas esas personas. Y él sólo podía llorar porque sabía que no podía hacer nada para evitarlo. Porque su maldito esposo había dejado un maldito reloj digital justo frente a él para torturarlo con cada maldito segundo que pasaba, observando cómo los números cambiaban y cambiaban sin él poder detenerlos. La hora se acerba lentamente, y él no sabía realmente si lo que quería era que el tiempo se detuviera para toda la eternidad, o que avanzara lo más rápido posible para que llegara las siete de la mañana y toda esa mierda se acabara de una puta vez.
Era una tortura. Cadi maldito minuto frente a ese reloj era una jodida tortura. Peor que estar recibiendo una gota de agua constante en la cabeza hasta que ésta terminara por perforarte el cráneo con toda la calma, haciéndote agonizar del dolor y por una muerte que se tomaba su tiempo en hacerte su visita y rajarte con su guadaña.
¡Que llegara la ejecución de una puta vez! ¡¿Por qué tenían que torturarle de esa forma?! ¡Que jalaran la palanca en ese mismo momento y acabaran con todo de una jodida vez! Al menos así sabría que el sufrimiento de su cachorrito habría terminado. Al menos así Steve sería libre y no tendría que volver a derramar ni una puta lágrima más en un maldito mundo de mierda en el que todos te señalaban, te apuntaba con sus asquerosos dedos y te condenaban al infierno simplemente por ser quien eras, sin pararse a pensar en el hecho de que tú no decidiste ser así, que tú no pediste nacer de esa forma.