Tony Stark, un hombre joven con un matrimonio fallido, escapa de la ciudad y de las garras de su marido abusador. Así es como llega a Wolfind, un pequeño pueblo leñero apartado de todas las luces y ruidos de la ciudad. Ahí conoce a Steve Rogers, un...
Ahora sí que sí, hemos llegado a la recta final de esta historia ☹
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La capital. 1 de enero a las 19:00. 19 días hasta el siguiente plenilunio.
Su cabeza asomó por encima del cofre, su espalda pegada al auto el cual le servía como escondite. Observó desde su posición no muy lejos de una farola, en uno de los barrios de buena posición económica de la maldita ciudad, cómo los bastardos amigos de su esposo salían de su casa como el feliz matrimonio que eran.
Bien, si esos idiotas habían solicitado la orden de un juez para ingresar a su hogar, no había otra opción que usar la fuerza bruta. Por supuesto que no tenía una orden de un juez, pero sí era más inteligente que aquel par de brutos.
Costó dar con ellos, pero lo consiguió. Tantos meses de ardua búsqueda y al fin había dado con la casa del matrimonio Strange. Los malditos sí que supieron cómo ocultarse de él.
Lo sabía. Esos bastardos sabían dónde estaba su esposo. Era evidente. Tony no hablaba con nadie más que no fueran ellos, de eso él se había encargado. Así que cuando el castaño desapareció, supo de inmediato que le había abandonado y que esos dos habían sido cómplices. ¿Por qué? Sencillo: porque por más que esperó, los amigos de su esposo jamás reportaron al castaño como desaparecido. Lo querían demasiado, ¿no? ¿Entonces por qué nunca se preocuparon por su desaparición? Y he ahí su error.
Y si ahora él estaba ahí, era porque no le habían dejado otra opción. Hubiera buscado a Anthony por su cuenta, siendo un policía hubiera sido pan comido, pero el problema era que ya no era un policía. Su jefe le había quitado la placa que lo identificaba como uno y le había destituido de todos sus cargos. También le quitó su arma, claro está.
El maldito gordo le había descubierto a su fiel compañera: una botellita de agua que siempre cargaba consigo. Pero vaya sorpresa que se había llevado el calvo cuando, al olfatear el contenido de la botella, descubrió que era licor y no agua lo que bebía. Y ahora no tenía nada con qué localizar a su esposo. Claro, excepto a ese par de ricachones.
Les observó caminar alegremente por la acera justo a las siete en punto. Les había estado espiando todos esos días desde que le corrieran de su casa, estudiando sus movimientos, buscando algo que le sea de utilidad para dar con el paradero de Anthony. Y descubrió que tenían planeado una visita al cine para festejar el Año Nuevo.
Virginia Potts y Stephen Strange desaparecieron a lo lejos, el segundo rodeando por la cintura a la mujer, riendo y besándose como si de adolescentes melosos se tratasen. Fue en ese momento, asegurándose de que no había ni un alma a la redonda, que salió de su escondite y camino directo a la casa del matrimonio. Tenía que admitir que el doctor de quinta tenía un buen gusto en la jardinería, y de toda su colección de flores, las rosas rojas eran sus favoritas.
Pobre ingenuo. El haberles espiado había sido una grandiosa idea, pues sólo tuvo que rascar un poco entra la tierra de los rosales para dar con una llave de repuesto que el médico guardaba a pesar de que su esposa le pidió y rogó que la quitara de ahí a sabiendas de que él había dado con su paradero.