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Wolfind

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Wolfind. 10 de diciembre a las 14:39. 12 días hasta la próxima mitad del ciclo lunar.


Tony sonrió orgulloso de sí mismo cuando observó la apariencia de los bistecs cociéndose en la sartén sobre el fuego de la estufa, generando el típico ruido que produce la carne al ser cocinada, mismo que era capaz de activar las glándulas salivales de la boca y que el estómago rugiera. Bajó un poco el rostro para poder percibir con mayor claridad el delicioso olor. Le estaba cocinando la comida a su cachorrito aprovechando que éste estaba encerrado en su taller, y como quería que ésta fuera sorpresa, se había asegurado de él encerrarse en la cocina, cerrar todas las puertas hacia el estudio y de abrir todas las ventanas, con el objetivo de que el olor a carne recién cocinada no llegara a las audaces fosas nasales de Steve. Y parecía que había resultado, ya que, de lo contrario, el rubio ya habría asomado la cabeza hace un buen rato, atraído por el fuerte olor.

Satisfecho con el resultado, le apagó al fuego, tomó un plato de porcelana de la alacena y se ayudó de una espátula para poder sacar la carne de la sartén y servirla. En el plato sólo estaban los dos trozos de carne, humeando de lo caliente que estaban, resaltando pequeños puntitos negros en su superficie gracias a la pimienta que utilizó. Otra cosa de la que se sentía orgullosos era de comenzar a conocer todos los gustos de su novio, y uno de esos gustos era el tener únicamente la carne en el plato, sin nada de guarnición o algún otro acompañamiento. Como el mismo Steve le había dicho: "el puré de papas o la lechuga picada con limón opacan el sabor glorioso de la carne". Rio ante el recuerdo y se encaminó hasta el estudio del rubio.

Si bien no llevaba una vida entera viviendo junto a Steve, el poco tiempo que llevaban juntos le había dejado algo bien en claro: Steve AMABA la carne. Como buen licántropo joven y fuerte que era, tenía un apetito voraz por la carne que debía ser satisfecho, cosa de la que ahora él se hacía responsable por voluntad propia. No es que el rubio le hiciera el fuchi a las ensaladas, sopas o cualquier cosa que no incluyera carne entre sus ingredientes, sólo que, si le ponían dos platos enfrente, uno con huevos revueltos y el otro con un filete recién cocinado, se abalanzaría contra el segundo sin siquiera pensárselo por un milisegundo. El ochenta por ciento de los platillos que le preparaba a Steve eran carnes rojas o blancas en cualquier presentación, siendo la favorita y la que enloquecía al rubio cuando únicamente le aplicaba un poco de sal y pimienta al trozo crudo. Aunque cuando consideraba que era suficiente, le metía casi a la fuerza una buena porción de zanahorias hervidas, brócolis con queso fundido o calabazas con un poco de mantequilla. Steve hacía caras de niño pequeño que no quiere comer sus vegetales, pero los terminaba engullendo bajo la muy útil amenaza de que le dejaría castigado sin otro tipo de carnes por una semana si no lo hacía.

Sea como sea, siempre que llegaba la hora de comer y él decidía consentir a su novio con su platillo preferido (como en esa ocasión), el simple olor era suficiente para alterar los superdesarrollados sentidos del rubio. Steve siempre le sacaba una sonrisa cada que bajaba casi brincando los escalones en cuanto el olor alcanzaba la recámara, y él realmente se sentía culpable de abusar de ese detonante recién descubierto para poder ser testigo de ese lado peculiar, en el buen sentido de la palabra, del rubio. Ese lado que Steve dejaba salir sin siquiera ser consciente de que lo hacía y al que él le llamaba: "cachorrito-Steve", como cariño. Y estaba demás decir que, con cada nuevo detalle que descubría de su novio-licántropo, se enamoraba más de él. Se sentía realmente afortunado de haber encontrado la aguja en el pajar, Steve siendo esa aguja y el pajar las miles de millones de personas que habitaban en el mundo. O tal vez la aguja lo había encontrado a él.

La Bestia de Wolfind (Stony)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora