—Alex, cariño, levanta— dice Washington moviendo al jovencito. —Hijo, apúrate, llegarás tarde a tu primer día de colegio.
El pelirrojo se levanta con algo de sueño, no ha dormido mucho la anterior noche, de verdad está inquieto. Es la primera vez que va a una secundaria o un colegio. —Papá, estoy muy nervioso. Iré con chicos grandes, y yo nunca he ido a un lugar así— dice intranquilo mientras se levanta y se estira la cama.
—Verás que son muy amables contigo, les caerás bien a todos.
Hamilton, un niño del Caribe, que han adoptado los Washington. Mientras se adapta al cambio de aquel pequeño lugar a la inmensa ciudad, sus nuevos padres le educaron un poco en casa, aunque es un niño muy inteligente. Como nunca había ido a un instituto, le hicieron un examen, y así saber en qué curso debía entrar, y, sorpresivamente, superó la prueba a la perfección.
—¿Y si no les gusto?— Le pregunta a Martha Washington que entra para ayudar a peinar un poco esos rizos del joven. —Mamá, me da miedo.
—Escucha, que no te dé pánico. Hablamos con el centro para que te ayuden a adaptarte a un lugar así— cuenta la señora, haciendo la partición del cabello un poco al lado. —Toma tus gafas— dice la mujer pasándole la funda con el objeto dentro. —Te he preparado el almuerzo. Aproveché y te puse un trozo de ese pastel que hizo papá. Ahora vamos a desayunar.
Los tres bajan por las escaleras hasta llegar a la cocina, y Alexander toma la taza de leche que le extiende su padre y se bebe la mitad. —Alex, entera— regaña Washington, mirando al adolescente. —Y toma alguna galleta— pide el hombre, de forma amable, sabiendo de los problemas que presenta el chico para ingerir.
—Papá, es que me cuesta mucho— confiesa, mirando el desayuno.
Siempre ha comido una vez al día durante toda su vida, hasta hace un año, incluso hay días que se despertaba y volvía a la cama sin haber tomado nada. No le era posible comer, intentar vivir ya era un reto. Desde su llegada a los Estados Unidos, ha empezado a ir al nutricionista y al psicólogo. También tiene unos padres que lo apoyan mucho, aunque echa a faltar a su difunta madre.
—Lo sé, pero mira que bien que estás ahora. Incluso tu pelo que te gusta tanto nace más fuerte y bonito— intenta convencer el hombre, sabiendo que a Alexander le agrada bastante su larga cabellera pelirroja.
—Papá, pero hoy he tomado más leche que ayer, y no quiero que me siente mal en mi primer día— cuenta haciendo que su padre ceda ante la idea que le desagrada.
—Bueno, Alex, te ves muy lindo con tu pijama azul, pero arréglate para ir— cuenta su madre dándole una palmadita en la espalda.
Alexander sube por las escaleras después de asentirle a Martha de forma efusiva. Una emoción por su primer día de clase. Toma unos pantalones beige, y un abrigo de cuadros en tonos tierra, mientras que, el jersey lleva un color arcilla bastante común. Toma su mochila emocionado y coloca su botella de agua. La cierra y se dirige bajo para salir y despedirse de sus padres.
—Alex, ten suerte— dice Washington, antes de que el joven cierre la puerta.
Alexander empieza a caminar por la localidad, algo miedoso, aún no se acaba de acostumbrar. Por suerte, él se alberga a las afueras de la ciudad y vive una casita bastante amplia que no es un edificio. Tiene un vecindario de familias tranquilas, aunque no hay nadie de su edad. Debe adentrarse en la ciudad unos minutos a pie y llegará al centro.
Ya ha estado en ese lugar un par de veces, pero siempre con sus padres. Ahora, todos los adolescentes buscan su nombre en unas listas para ir a un aula distinta.
Entre la gente, Alexander se cuela, se lleva un par de codazos, y, cuando logra llegar, se maldice por su, casi, uno cincuenta y cinco de altura. Busca su curso y su nombre, después, localiza la clase en el mapa y ya sabe hacia donde tiene que ir.
Con fuerza sujeta su mochila y reza que ningún alumno le mire en exceso. Le da miedo, se nota diferente a todos. ¿Por qué ellos son tan altos? Nadie tiene un rostro similar ni mucho menos su color de ojos.
Cuando sube las escaleras del edificio se sujeta a la barandilla para no dejarse llevar por las decenas de personas que pasan por ahí. Llega a la tercera planta, donde debería estar su clase y camina por los pasillos recordando el mapa. De cualquier modo, al llegar a la puerta, pone todos los nombres, hecho por el que es difícil equivocarse.
Cuando entra, no es el primer muchacho en llegar. Ve a un chico rubio concentrado en algo en la soledad y después un grupo de gente que le mira. —¡Oye! ¿Eres el nuevo?— Pregunta un chaval y Hamilton asiente. —Me llamo Thomas Jefferson— se presenta el joven, y el pelirrojo se da cuenta como el conocido de antes avista la zona de mala manera. Jefferson le devuelve la mirada.
—Soy Alexander— se presenta de forma amable también, como le dijo su padre.
—Bien, magnífico, puedes unirte a nuestra cuadrilla. Te los presento— dice señalando al grupo. —Samuel, George, Madison, James Reynolds, Gabriel y falta Francis, él va a otra aula.
Tener amigos era mucho más fácil de lo que había imaginado. En un principio el rubio de la esquina se le asemeja desagradable, hasta que llega otro chico, también de cabellos rojizos, que le provoca una sensación de seguridad física. El pelirrojo se pone a hablar con el rubio y de la nada, Gabriel llama la atención de Alexander. —¿Y tú? ¿Por qué eres así? ¿Tienes el síndrome de Alejandría?— Pregunta de forma curiosa incomodando un poco a Hamilton. ¿Así cómo? Sus pecas, sus ojos, su cabello... Tal vez la altura.
—Eh... Y-yo no lo sé— murmura. Su padre no le había dicho que debía contestar ante eso. A menudo es un chico muy hablador, pero le da miedo responder mal y arruinar todo.
—¡Eso no se pregunta! ¡Idiota!— Grita Thomas dándole una colleja. —Discúlpalo, Alexander. Son estúpidos.
—No pasa nada, no te preocupes. Está bien. Soy algo extraño— asegura colgando su macuto en una silla y Thomas, deja la mochila encima de una mesa, justo al lado.
—No te conozco, pero estoy seguro de que no eres extraño— dice l
—¡Calla, Gilbert!—Abuchea Madison y Alexander palpa la rivalidad. —Nadie ha pedido tu opinión.
Antes de que el otro estalle en un grito entra un profesor que pasa desganado hasta el centro del salón. —Ah, no, chicos. Por orden de lista.— Exige ya conociendo a los jóvenes. —Veo que ya sabéis todos quien soy, bueno, tal vez si debo presentarme...— Se interrumpe mirando a Gilbert como se levanta y le pide que esos dos jóvenes se sienten donde estaban. —Tú debes ser Alexander— dice mirando al más bajo del aula —bien siéntate en la fila de Gilbert y John— ordena y Hamilton obedece sintiéndose algo mal porque no le ha tocado con ninguno del grupo que se han presentado con tal cortesía —Menos mal que este año Kinloch está en la otra clase— asegura el hombre sentándose en la silla rendido. —Bueno, yo soy el señor Gadsen, y soy profesor de economía, así que, más os vale comportaros bien este año. ¿Verdad, Reynolds?
—Alex...— susurra Jefferson. —Te esperamos en las escaleras en el patio— Hamilton asiente y vuelve a mirar al profesor con cierta intriga.

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El número tres | Lams
FanficUn joven se enamora de un polista católico apasionado por la danza, finamente ambos deciden seguir el destino hasta ver que sucede. Esta es la segunda edición de mi libro (la única que se puede leer actualmente). Cuenta con unas 78.000 palabras.