Capitulo 50

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Lilith era mi nombre, y el mundo aprendió a saberlo, a conocerlo, a saborearlo entre sus labios llenos de veneno. Aprendieron a pronunciarlo con temor.

Todos me temían, los humanos miraban bajo sus camas por si se encontraban con mis ojos llenos de sangre y mi sonrisa llena de pecados. Había ganado mi lugar en ambas tierras, me gané el respeto entre los demonios y el temor entre los humanos.

Me conocían por ser un demonio poderoso y temido. Quien tuviera la audacia de invocarme o quien se encontrara conmigo tenía que tener suerte, porque yo no conocía misericordia. Siempre andaba sedienta de sangre, de poder, con inmensas ganas de romper esos frágiles huesos que cargaban los humanos.

Pero no siempre fue así.

Mis padres eran Dioses, aún así, cuando me miraban, lo único que veían era un hijo bastardo que no merecía ser visto allí, en el cielo. Yo había sido el pecado original, las profecías hablaron de mí hace un tiempo, y sin siquiera nacer, ya me temían.

Allí arriba, me miraban con desprecio, la reputación de mi padre me perseguía, como si mi madre nunca hubiese sido la Diosa de la vida, la cual nunca volví a ver luego de que cumpliera los catorce años. Tres años después, era un ser completamente distinto.

Comencé a darles una razón para temerme y para mirarme con desprecio. Todos aquellos que me empujaron hasta el borde lo iban a lamentar, y vaya que lo hicieron.

No sé por qué tardé tanto en descubrir el sabor de la sangre y lo bien que se sentía la venganza, pero una vez que los susurros de Lucifer ganaron terreno en mi ser, ya no había vuelta atrás. Él me convirtió en un monstruo, él me ocupó como su arma y se construyó una reputación junto conmigo. Ya no había vuelta atrás.

Cuando me vieron con mi primera víctima entre mis manos sangrientas, fui oficialmente expulsada del cielo. Fue allí cuando perdí contacto con mi madre. Ya a los diecisiete, me hice oficial del ejército de Lucifer y mandé a su lado. Nadie podía con nosotros, nadie podía conmigo, ni siquiera yo misma, y eso era lo que más me aterraba.

Los siglos pasaron y Lucifer aniquiló todo lo que me hacía aferrarme a mi yo, a lo que fui, a mi madre y a mi padre. Eliminó todo aquello que me hacía débil, y eso era borrarme por completa.

- Tabula rasa- había dicho él.

Él siempre fue encantador, siempre fue mi enemigo. Pero eso no lo hacía menos atractivo. Lucifer siempre encontraba su camino a través de las palabras, era como un hipnotista: entraba en tu mente y borraba todo menos lo que te hacía pensar en él.

Quería extrañarme, quería extrañar lo que fui, pero era incapaz de recordar quién era yo, o al menos, lo que una vez fui. Lo único que sabía era que había algo, que debió de haber un inicio, inicio, pero que simplemente, no estaba a mi alcance. Y todo era culpa de Lucifer. Mi propia muerte fue culpa de Lucifer, pero él no conocía la culpa ni el remordimiento, así que él siguió una vez que mi propio padre terminó conmigo. Aquello había terminado por romperme.

Me asesinaron por ser demasiado fuerte, por ser demasiado poderosa. Cargaba conmigo el pecado original y aquello me había sentenciado desde un inicio. Mi propio padre me temía, y mi sangre yacía en sus manos.

Ahora estaba de vuelta, luego de miles de años esperando, finalmente podía tocar tierra y dejar mi huella en ella. Oh... qué bien se sentía la venganza.

Pero ahora no estaba sola. No. Compartía un envase llamado cuerpo con quien, al parecer, era mi hermana, quien era yo, pero al mismo tiempo, no lo era. No, ella no era un demonio: era un ángel disfrazado para parecer atractivo, ¿qué más explicaría el anillo, el cual pertenecía a Lotto, una bella diosa escondida entre las flores, porque temía encontrarse con su contrario?

My DemonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora