Dylan saltó hacia afuera del establecimiento y aguardó, impaciente, a que yo me refugiara bajo su paraguas. Corrí y me pegué a él para no mojarme. Aquello causó que nuestros hombros se rozaran y que una gota de sudor frío bajara por mi frente. Por suerte, el rubio se separó al instante. Se notaba incómodo y no sabía si era por mí o por algo más. No lo juzgué, compartía el sentimiento. Me di cuenta de que en sus orejas continuaban ese par de curiosos auriculares que le vi en clases. Tenía mucha curiosidad por saber para qué eran y no desperdiciaría la oportunidad de preguntárselo.
El camino se me hizo más largo de lo que en verdad era, pero eso fue porque llegamos al vecindario que tenía casas grandes y jardines cuidados. Había recorrido la zona completa a pie en montones de ocasiones y, algo que me causaba gracia, era que cuando andaba por esa parte las señoras cuidaban sus bolsas, les susurraban a sus hijos que no se me acercaran y los que iban en coche subían sus vidrios. Claro, no vaya a ser la de malas que el chicano los fuera a atracar. Supongo que no ayudaba que llevara mi cabello rizado despeinado, que trajera o botas militares o tenis de lona desgastados, y que encima siempre llevara una chaqueta de cuero negra o una de mezclilla.
Ambos nos detuvimos delante de una enorme casa de dos pisos, pese a que no estaba descuidada, la fachada marrón y acabados de madera hacía que se viese más antigua de lo que tal vez en realidad era. Una vez terminamos de recorrer el jardín delantero, salté despavorido hasta el pórtico, cuanto más pronto estuviera lejos de él, mejor. Dylan no le tomó importancia a mi reacción, solo limpió con la mano las partes de su brazo que habían hecho contacto conmigo, lo cual, hasta para alguien como yo, resultaba descortés. El rubio dejó el paraguas en el suelo y sacó las llaves de la bolsa del gimnasio. Una vez abrió, me extrañé con la ausencia de sonido dentro de su hogar, me acostumbré a que en mi casa siempre hubiese alguien haciendo ruido.
Dylan se limpió los pies en el tapete, entró y prendió la luz. Dejó la puerta abierta para mí y yo entré con celeridad. Una vez mis ojos se acostumbraron a la luz, miré con curiosidad su casa, era sobria, con una decoración clásica en la que imperaba el marrón oscuro. Lo único que llamó mi atención fue la enorme pecera al fondo de la sala de estar. Era incluso más impresionante que las que había en el sitio en el que trabajaba los fines de semana.
—¡Límpiate los pies! —gritó un alarmado Dylan.
Salté del susto y restregué mis tenis sucios en el tapete hasta que los dejé impecables.
—¡Perdón! —expresé. Dentro de mí pensaba en que Dylan era mucho más mamón para la limpieza que mi mamá.
El rubio colgó su mochila del gimnasio en el perchero junto a la entrada, la abrió, sacó un diminuto contenedor de color negro y se quitó de ambos oídos los auriculares.
—¿Qué son esas cosas? —pregunté, señalando al estuche.
—Tapones de protección auditiva —respondió, al tiempo que guardaba el contenedor en la buchaca de su pantalón deportivo.
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El chico que cultivaba arrecifes | ✅
Teen FictionFrank y Babi son la pareja ideal a los ojos de todos, el problema es que ambos se han enamorado a la vez de Dylan Friedman, el chico nuevo del colegio. 🪸🐠🪸 Frank y Babi están su último año de preparatoria y mientras él no podrá continuar con sus...