Capítulo 2: Cosas buenas que parecen malas

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Soy el menor de cinco hijos y, poco antes de que esas vacaciones de verano terminaran, mi hermano Brandon se marchó de casa para hacer su vida de forma independiente en otra ciudad

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Soy el menor de cinco hijos y, poco antes de que esas vacaciones de verano terminaran, mi hermano Brandon se marchó de casa para hacer su vida de forma independiente en otra ciudad. Los otros tres habían hecho lo mismo tiempo antes, por lo que ahora solo quedaba yo como el único en casa de mis padres. Era en exceso extraño, porque mucho tiempo me acostumbré a pasar desapercibido y a hacer mi mierda sin que nadie se metiera, pero ahora no solo tenía los ojos de mis padres encima de mí, también estaban los de la tía Aidée y el abuelo José.

Aquello ponía en riesgo una de las cosas que más me importaban en la vida: la facultad de hacer lo que quisiera sin que nadie me parara los pies.

Esa media tarde del primer día de clases, pude haber elegido quedarme en casa a volverme parte de la amena dinámica en la que la tía Aidée y el abuelo contaban montones de historias acerca del país que mis padres llevaban más de tres décadas sin visitar. Sin embargo, yo traía acumulado un gran fastidio y me urgía sacarlo con una intensa rutina en el gimnasio que me provocara dolores por todo el cuerpo. Y, para serles sincero, era irme o terminar diciendo algo que enojaría a mis padres y arruinara ese perfecto cuadro familiar. Además, me sobraban montones de ocasiones para escuchar esas anécdotas, ya que no sabía por cuánto tiempo ellos vivirían en nuestra casa.

Con la mochila del gimnasio en la espalda, me acerqué a la puerta para emerger sin que nadie lo notara, no obstante, fui tan torpe que choqué con la mesilla del pasillo, lo que provocó que las miradas de mi abuelo, mi tía y mis padres se posaran sobre mí.

«¡Puta madre!», pensé.

Mordí mi labio inferior, di media vuelta y me apoyé en la pared.

—¿A qué hora vuelves? —me preguntó mi madre, ella se encontraba sentada en el brazo del sillón, junto a su anciano padre.

—Tarde —murmuré—. La motocicleta sigue en el taller. Ya saben, tuvimos dos meses para llevarla, pero apenas pudimos la semana pasada, así que voy a tener que regresar caminando.

Justo había dicho lo que no quería, pero me repetí a mí mismo que no les estaba reprochando nada, aunque puede que ellos pensaran todo lo contrario. Jamás lo supe. Mi motocicleta se había descompuesto a mitad de las vacaciones por falta de mantenimiento. Cuando les pedí dinero para completar la reparación, ellos se negaron, argumentando que tenían que comprarle un nuevo colchón al viejo cuarto que usaban mis hermanos mayores para que el abuelo se sintiera cómodo durante su estancia en la casa.

—¿Quieres que te lleve? —se ofreció mi padre, hizo el ademán de levantarse del sillón.

Negué, di media vuelta y salí de casa, solo susurrando un: «Nos vemos».

Las luces de la colonia se encontraban prendidas, aunque la noche no había caído todavía. Trevor no mentía del todo, vivía en un sitio conformado en su mayoría de familias de inmigrantes latinoamericanos, aunque, contrario a lo que puedan pensar, no era mala zona, ya que a unas cuantas cuadras encontrabas casas de mayor tamaño y con mejor mantenimiento. Babi me había pedido en numerosas ocasiones que la trajera a conocer a mi familia, pero me negaba a hacerlo, no por vergüenza, sino por el temor a que ella notase más la diferencia entre nuestras formas de vida. Mi novia era una chica de grandes expectativas y que siempre vivió rodeada de comodidades, por eso chocábamos bastante cada que le mencionaba que no iría a la universidad y que tenía que ponerme a trabajar de tiempo completo cuanto antes. En su realidad, aquello de hacer una carrera era solo cuestión de querer o no.

El chico que cultivaba arrecifes | ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora