Capítulo 36: Lo que me dejó

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José Daniel Mendoza Sánchez nació en las periferias de la Ciudad de México una tarde de agosto de 1947 y falleció a los 77 años, en una pequeña localidad de Connecticut, mientras dormía

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José Daniel Mendoza Sánchez nació en las periferias de la Ciudad de México una tarde de agosto de 1947 y falleció a los 77 años, en una pequeña localidad de Connecticut, mientras dormía.

El destino fue tan cruel que no solo me quitó a mi abuelo de un momento a otro, sino que también hizo que fuera yo quien lo encontrara. No recuerdo bien lo que sucedió, pues luego de que me diera cuenta de que él no iba a despertar jamás, todo se volvió borroso. Sé que Verónica fue la primera en entrar a la habitación y dar aviso entre lágrimas y gritos desesperados al resto de la familia. También sé que mi padre me llevó a mi cuarto e intentó calmarme, no sé si tuvo éxito, pero llegó un momento en el que me hice un ovillo en la cama, me harté de obligarme a llorar y caí en un sueño profundo.

No asistí al funeral y tampoco al entierro, de modo que no me enteré de quienes vinieron o cómo fue su despedida. No tenía fuerzas para eso, es más, ni siquiera podía bajar por las escaleras, me entraba una especie de pánico combinado con fatiga extrema. Por algunos días mi mundo se redujo al pasillo del segundo piso. Me dedicaba a responder los mensajes de Dylan y el resto de mis amigos con monosílabos, leía libros sin comprenderlos y me ponía la gabardina que me regaló el abuelo a pesar de morirme de calor. También me resistía a los constantes intentos de mi padre, Aidée o mis hermanos para que saliera, aunque ellos no tardaron mucho en rendirse, quizá pensaban que saldría solo de esa, como siempre lo hacía.

Eso sí, Verónica nunca estuvo ahí. No sé si continuaba clavada en su orgullo y necedad de control, o si el dolor que sentía por haber perdido a su padre la incapacitó; quizá era un poco de todo. De lo que estoy seguro es que durante esos días lograba empatizar con ella y a la vez mi repelús a su figura incrementó. Aunque me ganaba la culpa y me obligaba a recordar que era mi madre.

Cuando el día se oscurecía me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en un muro y tiraba de mis cabellos para exigirme a mí mismo llorar, pero no salía, nada más se me quemaba el alma y me entraba un mareo asqueroso. Maldecía al destino por haber hecho que me encariñara tanto con el abuelo y que la vida me lo quitara tan pronto. Nuestro posible viaje a México juntos, el reencuentro con Ana y su sueño de fallecer en su país de origen quedaron como fantasías que jamás se cumplirían. Llegaba un momento en el que me hartaba de ser miserable y me asomaba por la ventana a ver la calle y a los vecinos continuando con sus vidas. Muchos de ellos quizás asistieron al funeral y solo siguieron con lo suyo, y yo me desesperaba pensando en cuando estaría listo para hacer lo mismo.

Unas de esas tantas noches melancólicas, vi frente a nuestro patio un taxi estacionado y luego a un menudo hombre de traje saliendo de la casa y entrando al vehículo.

—¿Frank? —me llamó Dylan del otro lado de la puerta, sacándome de mis pensamientos.

Escuchar su voz de nuevo me hizo sonreír con amargura. La extrañaba a montones. El güero había insistido en llamarme cuando mi encierro se volvió preocupante, pero le respondía con que no era necesario, que me recuperaría pronto.

El chico que cultivaba arrecifes | ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora