Capítulo 39: Recuerdos intercambiados

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Con premura me metí a su contacto para bloquearlo, no iba a permitir que me mandara mensajes e hiciera mi voluntad flaquear

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Con premura me metí a su contacto para bloquearlo, no iba a permitir que me mandara mensajes e hiciera mi voluntad flaquear. Tenía que irme a México, entregarle la carta a Ana y cumplir el último deseo de mi abuelo.

—Eso que acaba de pasar demuestra que es necesario que actúes de una vez —mencionó Babi sin voltearse.

Dylan asintió con la cabeza. Resignado, me puse a bloquear a cada uno de los miembros de mi familia. Dudé si hacer lo mismo con mi madre, pero al final no lo hice, pues ella sería la última persona que me buscaría. Ya para cuando Verónica actuara, no podrían detenerme, pues me encontraría en otro país.

—Pásenme sus teléfonos —les pedí a ambos, me coloqué en medio de los asientos delanteros—. Si por alguna razón se enteran de que no estoy en casa de Trevor, podrían buscarme y así como mi padre dio con su número, lograrían obtener los suyos.

El güero fue el primero en entregarme su celular y Babi, aunque lo dudó por un rato, no tardó en lanzarme el aparato. Los dos me compartieron sus contraseñas, volví a acomodarme en mi sitio y me puse a trabajar. Era sencillo, pero laborioso, pues tenía que añadir los números de cada miembro de mi familia a sus contactos y después bloquearlos.

—¿Cómo es que estás agregando los teléfonos de todos a pura memoria? —preguntó una estupefacta Babi—. ¿No te da miedo equivocarte?

Nos habíamos detenido en una gasolinería, el tanque del coche estaba por la mitad y pocas cosas odiaba más ella que no tener reservas.

—Frank es un prodigio —respondió Dylan por mí.

—De tanto que me repiten la misma pendejada, me lo estoy creyendo —dije sin volverme a ellos. Terminé de bloquear el último número y le entregué ambos aparatos a mi güero—. Nada más se me da recordar ese tipo de información con una mención.

—¡Eso explicaría por qué te aprendes en una sola visita las direcciones de la gente! —expresó Babi, como si hubiera hecho el descubrimiento del siglo, incluso chasqueó los dedos—. ¿Recuerdas el número de Jeff entonces?

—Anda, pongamos a prueba tu memoria. —Dylan desbloqueó el teléfono de Babi, tecleó algunas cosas y después me miró con emoción—. ¿Cuál es el número de Jeff?

—¿No creen que ya deberíamos irnos? —pregunté con incomodidad.

No quería que mi memoria fuera un espectáculo, tuve mucho de eso con mis hermanos en la infancia. A ellos también les causaba gracia que me pudieran decir series de hasta seis números y se las replicara sin errores, pero terminé hartándome de ser su juguete y me equivocaba a propósito para que me dejaran de chingar. El viejo tenía razón, me la pasaba fingiendo que no sabía cosas.

Babi movió el coche, pero en lugar de marcharse, lo estacionó en una tienda. No me dejarían en paz. Lo cierto era que no entendía por qué les apantallaba algo que para mí era de lo más común; supuse que lo mismo sentía Dylan cuando le pedía que me explicara cómo sonaba la electricidad o por qué usar goma en el cabello le causaba dolor.

El chico que cultivaba arrecifes | ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora