3. Consecuencias

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Cuando desperté, descubrí que me encontraba en la habitación de un hospital, que era de noche y que tenía el brazo y el pie derechos enyesados. Ya podía decir, con toda seguridad, que mi salto estúpido me había costado caro. Sin embargo, algo no cuadraba: sentía una leve molestia en el brazo derecho, pero nada en mi pie; pensándolo bien, no sentía nada de la cintura hacia abajo.

—¡Alan! —exclamó una voz que me pareció muy familiar.

No me di cuenta al despertar, pero al lado derecho de la cama se encontraba Ariana, sentada sobre una silla. Ella se puso de pie y se acercó a la cama. Sus ojos denotaban cansancio.

—Tengo que confesarte algo —susurré—: me da mucho gusto verte de nuevo.

Ella sonrió tristemente.

—Muchos de tus amigos estuvieron aquí el día de hoy —dijo Ariana—. Algunos pasaron la noche de ayer en vela, pero hoy tuvieron que regresar a sus deberes. Solo yo he podido quedarme hasta ahora.

—¿La noche de ayer? —exclamé—. ¿Qué día es hoy?

—Hoy es jueves —respondió ella—. Llevas dos días hospitalizado. Has dormido bastante; demasiado, diría yo.

—Necesitaba descansar —señalé en broma, aunque a ella no le agradó mi chiste.

—¿Qué fue lo que te pasó? —preguntó ella. Su tono de voz me hizo saber que no quería andarse con juegos.

Traté de encontrar una respuesta alternativa a los hechos reales. Incluso a mí me parecía absurdo pensar que todo ocurrió al intentar alcanzar a una joven que ni siquiera conocía. Sin embargo, la verdad era que no había muchas opciones de dónde escoger.

—Buscaba a un compañero —mentí—. Resbalé y rodé por la escalera.

Ella se tranquilizó un poco. Sin embargo, me di cuenta de que algo le seguía inquietando.

—¿Qué tienes? —pregunté.

Su rostro se ensombreció. Respiró hondo, y dijo:

—Sufriste... una lesión en tres vértebras... —a ella se le formó un nudo en la garganta, y ya no pudo terminar la oración.

—No te preocupes —dije—: voy a estar bien.

—¿Qué dices? —exclamó ella.

—Estoy vivo, Ariana. No tienes idea de lo feliz que me siento por eso.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Y tú no tienes idea de la preocupación que nos hiciste pasar.

—Lo sé —respondí. Respiré hondo, y entonces dije—: ¿Me puedes perdonar?

—¿De qué hablas? —preguntó ella, un tanto confundida.

—Perdóname —dije— por todo lo malo que te he hecho.

Ella se serenó. Cerró los ojos y varias lágrimas rodaron por sus ruborizadas mejillas. Respiró hondo y después volvió a abrirlos. Se enjugó las lágrimas con una de las mangas del lindo suéter que llevaba puesto, y respondió:

—Te perdono.

Le sonreí y ella me regaló una sonrisa cansada.

—¿Has dormido bien? —pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—Por favor —dije—, vete a descansar. Estoy seguro de que ya has hecho bastante con acompañarme. De todas formas, yo no espero irme de aquí pronto, aunque lo quisiera.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora