32. Esperanza

1 0 0
                                    

Un domingo de septiembre decidí sacar a pasear a Kiyo. Para entonces, Kiyo había crecido bastante, además de que se había vuelto muy obediente.

El parque más concurrido de la ciudad se ubicaba a escasos kilómetros de casa, cerca de la tienda de autoservicio, así que todas las semanas me gustaba ir ahí y permitirle a Kiyo correr todo lo que necesitara. También lo hacía para mantenerme lejos de casa y evitar algunos recuerdos tristes. Sin embargo, siempre traía conmigo la hoja que encontré en mi habitación y la carta que Anâaj me había dejado.

Kiyo ladró: quería que lo dejara libre.

—Muy bien, muchacho —dije a Kiyo mientras le quitaba la correa del cinturón—. Ve y diviértete.

Apenas se sintió libre, se dio media vuelta y comenzó a correr. Pronto encontró a dos amigos caninos, con quienes comenzó a jugar. Yo, por mi parte, me senté en el pasto y me dediqué a contemplar aquel hermoso lugar.

—Es un lindo ejemplar —dijo una voz que me pareció familiar.

Giré hacia mi izquierda y descubrí que la mentora de Anâaj, la misteriosa mujer, estaba de pie a mi lado.

—¿Kiyo? —pregunté—. Creo que sí. Anâaj supo escogerlo bien.

Ella se sentó a mi lado, y preguntó:

—¿Cómo has estado?

—¿Que cómo he estado? —exclamé—. ¿Cómo cree que he estado?

Ella asintió con la cabeza.

—Lo siento —dijo—. No soy muy buena hablando con los humanos.

—No se preocupe —dije—. Anâaj también tuvo problemas con eso.

—¿La extrañas? —preguntó ella.

—Mucho —respondí—. Demasiado. ¿Y usted?

Ella pensó por un momento, y después respondió:

—También la extraño.

Ambos guardamos silencio por un rato. Pensé que ella trataba de leer mi mente, aunque yo trataba de no pensar. Ella comenzó a inquietarse, así que me decidí a hablarle acerca de la hoja que hallé.

—Encontré algo que tal vez le interese —dije mientras sacaba y desdoblaba la hoja—. Debo reconocer que ella tenía una excelente caligrafía. No conozco a otra persona que escriba tan bien.

—¿Por qué tú...? —exclamó ella, algo confundida—. ¿Cómo conseguiste esa hoja?

—La encontré mientras hacía el aseo en mi habitación —respondí—. ¿Usted entiende lo que Anâaj escribió?

—Claro que sí —respondió ella entre titubeos.

—¿Puedo saberlo? —pregunté.

Ella negó con la cabeza, y agregó:

—Ni siquiera debías saber de la existencia de ese papel.

Miré a la hoja por un instante, y dije:

—Comprendo que Anâaj hacía notas sobre un experimento. Ella nunca me dijo qué estaba pensando hacer, y este documento se encuentra ahora en mis manos porque ella lo perdió y no logró encontrarlo a tiempo para destruirlo. Así que, por favor, no piense que ella me lo entregó, ni nada parecido.

—Sé que Anâaj jamás te lo daría —señaló ella—, aunque tú se lo implorases.

—A ella no —dije—, pero a usted le imploro que me diga qué dice en los párrafos que no están escritos en español.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora