24. Compañeros

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Se cumplieron seis días, desde que Anâaj se fue a casa de su mentora. Había tratado de mantenerme tranquilo durante esos días, pero debo confesar que fue más difícil de lo que pensaba. Aun así, no desistí.

Me fui a dormir tarde. Me sentía muy cansado, aunque ni siquiera tenía sueño. A decir verdad, las noches anteriores las pasé en vela, y todo indicaba que esa sería igual.

Pasaron las horas, pero lo único que pude hacer fue dar vueltas sobre la cama. Se hicieron las cuatro de la madrugada, y yo seguía sin poder dormir. Me pregunté si Anâaj estaría dormida o, al igual que yo, no lograba conciliar el sueño en casa de su mentora.

Escuché que la puerta de mi habitación comenzó a abrirse lentamente.

—Alan —susurró Anâaj—, ¿estás despierto?

—Sí —respondí, sin poder disimular mi alegría— ¿En qué momento llegaste?

—Hace un momento —respondió ella—. Perdona si no te avisé, no quería molestarte. ¿Puedo quedarme contigo?

—Claro —respondí—. Pasa.

Ella entró a la habitación, cerró la puerta y se acercó a la cama. Pero antes de acostarse, dijo:

—Necesito que me prometas algo.

—Lo que sea —dije.

—Prométeme que no vas a preguntarme nada —dijo ella—, absolutamente nada, sobre lo que pasó con mi mentora.

Era lógico: ella sabía que yo le daba vueltas al tema día y noche.

—Te lo prometo —dije.

Me recorrí para hacerle espacio a Anâaj. Ella puso su almohada junto a la mía, recogió un poco mi cobija y se sentó sobre la cama. Acto seguido: se recostó y se abrigó, dándome la espalda.

Había un pequeño pero considerable espacio entre los dos. No sabía si debía acercarme a ella o si debía mantener la distancia. ¿Cómo podría yo saberlo? ¿Qué tipo de relación existía entre Anâaj y yo?

Anâaj vivía conmigo, comía conmigo, viajaba conmigo, pasaba el rato conmigo, pero eso era todo. En teoría era mi esposa, pero ¿realmente lo era? La verdad era que no tenía idea de cómo catalogar nuestra relación. ¿Éramos algo o solo amigos?

Anâaj se giró hacia mí. Estaba demasiado oscuro como para ver detalladamente su rostro, pero sabía que me observaba.

—Eres un tonto —susurró ella.

Aquello me tomó desprevenido. Ella recortó el espacio que nos separaba y me abrazó.

—No eres mi amigo —susurró Anâaj—, sino mi compañero de vida. No olvides que me convenciste de quedarme el resto de mi vida aquí, ¿o es que acaso ya lo olvidaste?

—Claro que no —respondí.

—Entonces cállate y duérmete —dijo ella—. Pero, por favor, no te muevas tanto.

Tomé un poco de aire, y dije:

—Está bien.

Cerré los ojos, y traté de dormir un poco.


Desperté y descubrí que habían pasado varias horas después del amanecer; probablemente eran las once de la mañana. Ni siquiera había escuchado el despertador. Era obvio que había perdido las clases de ese día. Tenía cosas que hacer en casa, pero Anâaj seguía dormida y me pidió que no me moviera tanto, así que decidí dejarlas para después. Cerré los ojos y me volví a dormir.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora