26. Otras personas

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Desperté al amanecer. Anâaj dormía entre mis brazos. En su rostro aún podía ver señales de cansancio, pero eran menores a la noche anterior.

Pude sentir el contacto de su piel con mi piel. No era la primera vez que ella dormía abrazada a mí, pero sí la primera en la que ambos dormíamos desnudos.

Después de la cena, y antes de quedarnos dormidos, sucedieron cosas que no voy a describir, pero que a estas alturas son más que obvias.

Acerqué mi nariz a sus cabellos dorados, que tenía un olor a flores, pero también a ella. Recordé la mañana que, por primera vez, compartimos cama. Deseé volver a esos días, en los que nada nos preocupaba, en donde todo era perfecto.

Anâaj se movió un poco, para después abrir los ojos. Me miró a los ojos por un instante, para después ruborizarse y tratar de esconder su rostro en mi pecho.

—Buenos días —dije.

Anâaj no respondió. Comencé a acariciarle el cabello, esperando a que ella reaccionara. Ella se despegó de mí, me besó en la boca, y dijo:

—Deberías preparar chocolate caliente.

—Solo si me acompañas a la tienda a surtir la despensa —respondí.

Ella me sonrió y luego asintió con la cabeza.


La tienda de autoservicio a la que solía ir abría temprano, algo que agradecía bastante, más cuando tenía clases por la mañana y la tarde. La tienda se encontraba a unos quince minutos de casa, por lo que estaba relativamente cerca.

Aunque Anâaj llevaba unos meses viviendo conmigo, era la primera vez que me acompañaba. Incluso a ella le pareció increíble darse cuenta de eso.

Entre los dos íbamos llenando el carrito de compras con lo que, pensábamos, ocuparíamos durante la semana. Cuando llegamos al área de productos para preparar chocolate, ella observó las distintas presentaciones, para luego tomar la más grande y echarla al carrito.

—Así nunca tendremos que volver a preocuparnos porque falte chocolate en casa —dijo ella.

—Contigo en casa —señalé— volveremos a quedarnos sin chocolate en cuestión de días.

Ella no supo si reírse o sentirse ofendida.

—Oye, Alan —dijo ella—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —dije.

—¿De dónde proviene todo el dinero que tienes?

—¿No lo sabes? —pregunté.

—Nunca hemos hablado sobre eso —confesó ella.

Asentí con la cabeza, y respondí:

—Mis abuelos maternos eran socios de una empresa constructora. Antes de fallecer me heredaron sus acciones.

Anâaj me observó con sorpresa y confusión.

—Nunca he escuchado que vayas a trabajar —señaló ella.

—Eso es porque nunca voy —confesé—. Más bien, no tengo por qué ir. Soy accionista, pero yo no tomo decisiones en la empresa ni nada parecido. Lo único que hago es cobrar un cheque cada mes.

Anâaj comenzó a reír, y luego dijo:

—Ya decía yo que no había manera lógica de que tú y yo sobreviviéramos tanto tiempo sin trabajar.

—Es gracias a mis abuelos que yo he podido ayudarte cuando lo has necesitado —señalé.

Ella me sonrió cálidamente, asintió con la cabeza, y agregó:

—Los dos les debemos mucho a tus abuelos.

—Sobretodo tú —dije—, que has consumido más chocolate caliente que toda la civilización humana en toda su existencia.

Ella se echó a reír nuevamente, aunque después me dio un golpe en el brazo.

Continuamos avanzando por los pasillos de la tienda. De vez en cuando discutíamos si debíamos o no llevar una u otra cosa, aunque trataba de no oponerme tanto cuando a ella se le antojaba algo. Era obvio que ella se daba cuenta de eso, pero agradezco que no se aprovechara demasiado.


Ya de vuelta en casa, nos dispusimos a acomodar todo lo que habíamos comprado, para luego comenzar a preparar el desayuno. De nueva cuenta, Anâaj me ayudó con la preparación, aunque se concentró más en preparar el chocolate caliente.

A mi mente volvieron las palabras que ella me había dicho la noche anterior, aunque preferí dejar eso para otro día. Ambos estábamos pasando un rato muy ameno y no deseaba que terminara tan pronto.

Más tarde desayunamos y bebí, por primera vez, chocolate caliente hecho por Anâaj. Ella no pudo evitar ruborizarse al verme beberlo, pero en ningún momento se opuso.

Después nos fuimos a la sala a charlar de cosas diversas, mientras Kiyo intentaba llamar nuestra atención, yendo de un lado a otro en la sala, cuando Anâaj dijo:

—Hace tiempo pude hablar con mis padres. Ocurrió el día que me salvaste la vida por segunda vez.

Me giré hacia ella, sorprendido por lo que acababa de decir. Ella tenía la vista clavada en Kiyo.

—¿Cómo es eso posible? —pregunté.

Ella tomó aire, y respondió:

—Como no podía teletransportarme hacia mi planeta, porque ya no existía, y como ellos fallecieron en el ataque, intenté contactar con sus almas.

—Y lograste contactarlos —observé.

Ella asintió con la cabeza, aun sin verme, y agregó:

—Pero... no son las únicas personas con las que he podido contactar.

—¿A qué te refieres con eso? —pregunté con curiosidad.

Ella me miró y me regaló una fugaz sonrisa, para luego bajar nuevamente la mirada.

—Más tarde deberé volver a lo que he estado haciendo —dijo Anâaj, y casi al instante sentí una punzada en el pecho. Ella sonrió, sin dirigirme la mirada, y agregó—: Sin embargo, te agradezco que me hayas regalado tanto, en estas últimas horas que hemos compartido.

Ella levantó a Kiyo y lo dejó entre sus piernas, se recargó en mí, y dijo:

—Quedémonos aquí un rato, ¿sí?

Pasé mi brazo por detrás de ella, y respondí:

—Me agrada la idea.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora