6. La joven desconocida

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Desperté cuando pasaban pocos minutos después de las siete de la mañana. Me senté sobre el sofá y traté de despertar por completo. Dormí muy poco, aunque extrañamente no me sentía cansado. Reconozco que no me fue fácil conciliar el sueño, porque había muchas preguntas que necesitaba responder, pero sabía que aún no era el momento para eso. Al poco tiempo me di cuenta de que no me encontraba solo en la sala.

Giré la cabeza hacia mi derecha y descubrí que ella, la joven misteriosa, estaba sentada sobre el otro sofá. Aún llevaba la bata de baño puesta, y me observaba de hito en hito mientras se comía una de las manzanas que conseguí días atrás. Lo que más me sorprendió fue la tranquilidad y despreocupación con la que ella comía.

—Buenos días —dije, sin esperar respuesta.

—Buenos días —respondió ella, y a continuación dio otra mordida a la manzana.

—¿Cómo estás? —pregunté.

—Hambrienta —respondió ella.

Su respuesta me hizo sonreír, pero después me puse serio.

—¿Eres consciente de que pudiste haber muerto ayer? —pregunté.

Ella bajó la mirada al suelo. Pensé que tal vez había sido demasiado duro con ella.

—Perdóname —dije—, es solo que me preocupé bastante. No tienes idea del susto que me diste.

Ella levantó la cabeza y me observó por un largo rato. Noté que había lágrimas en sus ojos.

—Lo siento —dijo ella—. Yo... —ella se enjugó las lágrimas con una de las mangas de la bata, y agregó—: Yo no debería estar aquí.

Fruncí el ceño.

—¿Qué dices? —exclamé.

—Yo no debería estar aquí —repitió ella, para después dar otra mordida a la manzana.

—¿En dónde deberías estar? —pregunté.

Ella no respondió. Aguardé en silencio, por si se dignaba a responderme, pero parecía estar más interesada en comerse la manzana; aunque de vez en cuando me miraba de reojo. Dio una última mordida a la manzana, para después inclinarse un poco hacia mí. Con voz serena, dijo:

—Me he terminado la manzana. Iré por otra.

Ella se levantó y se dirigió hacia la cocina. Se me vino a la mente una idea.

—Yo podría prepararte algo de comer —sugerí—, si tú lo deseas.

Ella se giró de golpe.

—¿Lo dices en serio? —preguntó.

La sonrisa que poblaba su rostro y el brillo en sus ojos me hizo saber que mi propuesta le había agradado bastante.

—Claro —respondí—. Incluso puedes ayudarme, si lo deseas.

Su sonrisa desapareció.

—No —dijo ella—. No puedo... Yo... Yo no debería estar aquí.

—Al menos permíteme hacerte el desayuno —propuse, aunque una parte de mí se cuestionaba la razón de aquel repentino cambio en ella. Como ella no respondía, añadí—: No necesitas ayudarme.

Ella sonrió ligeramente, y después asintió con la cabeza.

Me levanté y caminé hacia la cocina. Ella fue a sentarse en uno de los bancos que había junto a la barra que separaba la cocina del comedor.

Y entonces me dispuse a preparar el desayuno.

Pasado un rato, serví dos raciones de comida y me dirigí al comedor, en donde ella ya se encontraba sentada. Cuando le entregué su plato, su rostro se iluminó de alegría.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora