4. Un encuentro inesperado

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Desperté.

El reloj digital que Ariana me había dejado sobre el buró de la habitación marcaba las tres con cuarenta y tres de la madrugada. Toda la habitación estaba en completa oscuridad. Sin embargo, algo dentro de mí, una extraña sensación, me decía que no me encontraba solo.

Poco a poco comencé a reconocer los muebles que había en la habitación: estaba el escritorio que Abraham y otros compañeros utilizaban para usos diversos; el sofá que casi siempre se encontraba ocupado por alguno de mis compañeros; estaban las dos sillas junto a la cama, no tan cómodas como el sofá, pero muy útiles para las personas que me visitaban; y el escritorio móvil para mi computadora portátil que consiguieron mis padres. Nada parecía fuera de lugar.

Un leve sonido, como un suspiro, llamó mi atención. Me concentré en el lado izquierdo de la habitación y comencé a sondearla con mayor atención. No tuve que buscar demasiado: alguien estaba sentado sobre la cama, de espaldas a mí.

Me preocupó la presencia de esa persona. ¿Quién era? Y más importante: ¿qué hacía ahí? Era imposible que fuera un médico o una enfermera, ya que ellos no dudaban en encender la luz. Además, era demasiado tarde —o temprano— para que ellos anduvieran haciendo revisiones.

Decidí que debía hacer algo. Con mi mano izquierda comencé a buscar a tientas el botón de emergencia, tratando de hacer el mínimo ruido posible. Era mejor no correr más riesgos innecesarios.

Una corriente de aire movió la persiana de la ventana, y por un breve instante dejó entrar un poco más de luz a la habitación. Solo necesité ver los hermosos destellos dorados de la cabellera de la desconocida para comprender quién me visitaba. Una gran paz me envolvió por completo.

Observé que ella leía algo, tal vez mi historial médico, aunque solamente podía especular porque la poca luz en la habitación me impedía saberlo a ciencia cierta. Instantes después ella dejó aquello que leía sobre el buró y se volvió hacia mí.

Cerré los ojos, esperando que ella no descubriera que yo estaba despierto. La joven puso ambas manos sobre mí, a la altura de mi abdomen, y realizó una serie de leves movimientos con sus dedos. A continuación comencé a sentir un extraño calor en mi espalda que fue aumentando de intensidad. De pronto, sentí un fuerte dolor que comenzó en mi pelvis y subió rápidamente hasta mi cuello. Este se volvió tan insoportable, que comencé a retorcerme en la cama.

Como pude, encendí el foco de la habitación. Lo primero que vi fueron sus hipnotizantes ojos azules que me observaban detenidamente. El dolor que sentía desapareció casi al instante, como si el solo verla bastara para calmar cualquier malestar en mí. Ella quitó lentamente sus manos de mi abdomen, pero sin dejar de verme. Aunque su rostro parecía inexpresivo, su mirada era increíblemente pacífica.

—¿Quién eres? —pregunté en voz baja.

—Tus vértebras se han recuperado —dijo ella—. Dentro de poco volverás a tu vida normal.

—Responde mi pregunta —dije.

Ella se limitó a observarme en silencio.

—¿No piensas responderme? —pregunté—. ¿Al menos puedes decirme tu nombre?

Ella negó ligeramente con la cabeza.

—¿Hay algo que puedas decirme de ti? —insistí.

—No —susurró ella.

—Pero, ¿por qué estás aquí? —pregunté.

Ella señaló mi abdomen, y dijo:

—Porque yo te ocasioné eso. Era mi deber ayudarte.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora