25. El precio a pagar

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Llegué a casa más tarde de lo que hubiera deseado, a causa de unos trabajos atrasados. Reconozco que la culpa era enteramente mía, así que tuve que hacerme responsable de ellos.

Siendo muy sincero, mi vida estaba perdiendo todo el orden que una vez tuvo. Aunque yo intentaba con todas mis fuerzas, no podía con todo. Estaba seguro de que Anâaj lo sabía, aunque yo no iba a aceptarlo, al menos no mientras pudiera seguir adelante.

Abrí la puerta principal: toda la casa estaba en completa oscuridad. Pensé que tal vez Anâaj había vuelto a irse a casa de su mentora. Avancé con cuidado, esperando no hacer demasiado ruido. Giré la cabeza hacia la habitación de Anâaj, pero tampoco vi ninguna iluminación. Nuevamente, supuse que ella se había ido, pero luego escuché un ruido apenas perceptible que provino de su habitación.

Encendí la luz de la cocina y comencé a prepararme un té. Me había olvidado de surtir mi despensa y Anâaj se había terminado el café descafeinado y el polvo para preparar chocolate caliente. Le eché agua a la tetera, y después la puse al fuego.

Escuché que Anâaj abrió la puerta de su habitación y bajó por las escaleras. Decidí no voltear, por si ella no deseaba interactuar conmigo en ese momento. Sin embargo, escuché que ella entró a la cocina, para luego abrazarme por la espalda.

—¿Anâaj? —dije, pero no obtuve respuesta.

Acaricié una de sus manos, y ella tomó la mía. Besé su mano, esperando que ella reaccionara, o al menos me hiciera saber qué ocurría.

—¿Quieres que te prepare té? —pregunté.

Anâaj meneó la cabeza en silencio.

—¿Quieres que te prepare la cena? —insistí.

Ella volvió a menear la cabeza.

—¿Quieres que nos quedemos así? —pregunté.

Ella asintió en silencio.

—Está bien —dije—. Pero al menos déjame girarme para tenerte de frente.

Ella aflojó un poco el abrazo, me giré y acerqué su cabeza a mi pecho. Anâaj estaba cabizbaja, pero no sentía que ella estuviera triste. Tal vez solo estaba cansada, algo común esos días.

Anâaj llevaba demasiado tiempo haciendo no-sé-qué cosa, día y noche, y tal parecía que eso estaba comenzando a cobrarle factura.

—¿Estás cansada? —pregunté.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Quieres descansar? —pregunté.

Ella meneó la cabeza, pero luego susurró:

—Alan, ¿qué estarías dispuesto a sacrificar, por ser feliz?

—Todo —respondí, sin pensarlo.

—¿Todo? —preguntó ella.

—Todo —respondí nuevamente.

—¿Incluso tu propia vida? —preguntó ella. Su voz se escuchó débil. Me abrazó con más fuerza, y agregó—: ¿Lastimarías a la persona que amas, por su bien, por su felicidad?

—Suena contradictorio —señalé—. ¿Por qué habría de lastimar a la persona que amo, si deseo su felicidad?

—¿Lo harías? —susurró ella, casi sin fuerzas.

Me pregunté a dónde quería llegar Anâaj con esas preguntas.

—Preferiría recibir todo el daño, antes que tú salieras lastimada —respondí.

—Pero, si eso pasara, ¿no crees que yo sufriría por ti? —preguntó ella—. Eso significa que también saldría lastimada.

La tetera comenzó a expulsar vapor, lo que nos hizo volver a la realidad.

—¿Quieres un poco de té? —pregunté de nuevo.

Ella asintió con la cabeza.

Nos separamos, y yo me dispuse a preparar dos tazas. Ella se limitó a verme en silencio. Puse ambas tazas sobre la barra, saqué la miel y unas cucharas, y dije:

—Endúlzalo a tu gusto.

Ella asintió con la cabeza. Tomó una de las cucharas y comenzó a servirse.

Aproveché el momento para ver su rostro. Me di cuenta de que se veía más delgado que de costumbre. También pude verle ojeras, aunque esas ya llevaban semanas con ella, al igual que las mías; ninguno de los dos estábamos descansando lo suficiente. Estuve a punto de ignorar algo más en su rostro: parecía que ella estuvo llorando.

Posé mi mano sobre su espalda, la acaricié con delicadeza, y dije:

—Sé que estos días pasados no han sido los mejores. También sé que el día que me hablarás de lo que haces no ha llegado. Sé que no puedo pedirte muchas cosas, pero quisiera que, al menos por esta noche, nos olvidáramos de todo.

Ella pareció enjugarse una lágrima, me miró con ternura, me sonrió con mucho cariño, y dijo en voz baja:

—Está bien. Cenemos.


Anâaj y yo preparamos una rica cena. Sí, Anâaj me ayudó. Ella se ofreció a ayudarme, con la excusa de que quería aprender a cocinar.

Aunque su rostro seguía reflejando el cansancio que sentía, volvió un poco de la alegría que ella había perdido. Incluso volvimos a hacernos bromas y hacer comentarios un poco subidos de tono. En algún momento ella me dio un caderazo, a lo que yo le respondí echándome un poco de extracto de menta en la boca, para luego soplarle ligeramente en el cuello: todos los cabellos del cuello se le erizaron.

—Eres un pervertido —exclamó ella entre risas, escondiendo su rostro para que no viera que se había ruborizado.

Yo solo me limité a reír.

—¿Eso se lo haces a todas las que has enamorado? —preguntó ella, en parte bromeando y en parte en serio.

—Solo a ti —respondí.

Anâaj me miró a los ojos con aire dudoso.

—Sabes que no te miento —señalé.

—Tal vez aprendiste a mentirme —dijo ella, aparentando molestia—. Tal vez aprendiste a ocultarme tus pensamientos.

—Tal vez a ti ya te gustó discutir conmigo —dije en broma, pero luego agregué—: Aunque, creo que tú y yo nunca tendremos malentendidos.

Por un momento los dos nos quedamos callados. Anâaj comenzó a sentirse incómoda, por lo que volvió a darme un caderazo.

—No te quedes callado —dijo ella, entre avergonzada y molesta.

Yo reí en silencio.

—¿Qué dirían tus padres si supieran que te gusta burlarte de mí, y que solo me ilusionas con mentiras porque solo buscas mi cuerpo, y no mi corazón? —preguntó ella, intentando molestarme.

—Yo solo deseo conquistar tu corazón —respondí—. Pero, tu cuerpo está pegado a tu corazón.

Ella rio, y nuevamente su rostro se ruborizó.

—Te amo —dije. Fue la primera vez que se lo decía a alguien, y también fue el momento en que entendí que solo debías decirlo cuando realmente lo sentías. En ese momento, en ese justo momento, yo realmente lo sentía.

Anâaj se giró hacia mí. En su rostro primero se dibujó un gesto de sorpresa, luego de alegría, y finalmente bajó la cabeza y comenzó a llorar.

Yo la abracé en silencio y esperé a que ella se desahogara. La cena podía esperar un rato más.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora