34. Reencarnación

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Volví de mis clases de la universidad. Kiyo me recibió como siempre solía hacerlo: ladrando y corriendo de un lado a otro, con gran alegría. A sus cuatro años de edad, era uno de los mejores ejemplares de Husky Siberiano de la región. Confieso que no me gustaban los perros, pero Kiyo me hizo cambiar de opinión.

Había comenzado el postgrado en la universidad, al tiempo que impartía clases de Historia General en la misma, gracias a la recomendación de un profesor que yo estimaba mucho.

No me arrepentía: me gustaba el rumbo que llevaba mi vida. Sin embargo, de vez en cuando ciertos recuerdos venían a mi mente. No me arrepentía de mi vida, pero hubiera querido que fuera ligeramente diferente.

Kiyo se acercó a mí con su plato de alimento en la boca: quería comer. Tomé el plato y él se sentó a esperar. Fui a la alacena y regresé con su plato repleto de comida. Lo puse sobre el suelo y Kiyo esperó a que le diera permiso de comer.

—Puedes comer —dije.

Kiyo bajó la cabeza para tomar el primer bocado, pero se detuvo antes de lograrlo: algo en la puerta principal llamó su atención. A continuación se puso nervioso, algo que nunca había hecho antes.

—Tranquilo —dije mientras le acariciaba las orejas.

Alguien llamó a la puerta. Me limpié las manos y fui a abrir. Por una extraña razón Kiyo me acompañó, algo que tampoco solía hacer.

Abrí la puerta. La persona que había tocado era una joven de unos veintitrés o veinticuatro años de edad. Al ver su rostro, sentí una fuerte presión en el pecho.

«¡No!», exclamé para mis adentros. «¡Ella no puede ser Anâaj!».

Anâaj tenía los ojos azules con pigmentaciones verdes y cabellos de color castaño claro; la joven que tenía frente a mí tenía los ojos verdes con pigmentaciones azules y el cabello castaño oscuro. Sin embargo, el resto de su rostro era idéntico.

—Buenas tardes —dijo ella con una ligera sonrisa dibujada en sus labios—. Vengo a informarme de la habitación que me rentaron.

—¿Perdón? —exclamé—. ¿Cuál habitación?

—Eres Alan Friedmann, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí —respondí.

—Entonces contigo es con quien debo hablar —dijo ella.

—¿Quién te envió? —pregunté, algo intrigado.

Ella pensó por un momento, pero luego frunció el ceño.

—No recuerdo bien —respondió ella. Después se puso a buscar algo en su bolso, y continuó—: Solo sé que debía venir a tu casa porque me rentaste una habitación. Incluso el pago de la renta se hizo con antelación.

Yo no recordaba haber aceptado tal cosa. Además, la única habitación disponible era la de Anâaj, y por nada en el mundo permitiría que una desconocida invadiera un lugar tan especial para mí, aunque fuera idéntica a Anâaj.

La joven finalmente sacó un papel doblado y me lo entregó. Lo desdoblé y descubrí que era un sobre. Lo reconocí al instante: era el sobre que Anâaj me pidió que memorizara. Sentí que perdía el equilibrio. Tuve que aferrarme al marco de la puerta para no caer. Ella se acercó a mí, intentando ayudarme.

—Estoy bien —dije—. No es nada.

La observé detenidamente. Me sorprendió lo similar y distinta que ella era de Anâaj.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Hannah —respondió ella—. Hannah Drake.

No necesité pensarlo demasiado.

Gionme RhurojDonde viven las historias. Descúbrelo ahora