Capítulo 3

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Miércoles. Estamos en el ecuador. A partir de aquí, todo es cuesta abajo. Ánimos; yo puedo. Paso a paso.

David ha quedado con Isaac otra vez. No me apetece volver a pasarlo mal, así que, contra todo pronóstico, me dirijo a la biblioteca. Lydia me espera en la puerta. El sol le arranca destellos del pelo castaño y les da brillo a sus ojos de avellana. Está tan sorprendida como yo de verme allí. Tras posponer el plan dos veces, he cedido a la insistencia de mi amiga. Diez minutos antes, cuando me disponía a salir de casa, he descubierto que el examen de mañana es de inglés. Y solo me he dignado a averiguarlo para saber qué libro tenía que meter en la mochila.

Subimos a la primera planta y nos ponemos en una mesa vacía. Acaban de abrir y somos los primeros en entrar. En ese ambiente de tranquilidad, me es relativamente fácil concentrarme en lo que Lydia me explica, pero en cuanto empieza a llegar gente, mi poder de distracción se manifiesta en todo su esplendor. Cualquier movimiento o sonido me hace levantar los ojos del libro de forma instintiva. De golpe y porrazo, Lydia saca un tema que capta toda mi atención.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste este verano?

Sé a qué se refiere, lo sé al cien por cien.

—No —le respondo.

—Sí, cuando estábamos en la playa y te pregunté si te gustaba alguien.

—Ah, sí. Lo que te dije fue de broma.

—¿Sí, seguro?

Habla con una sonrisa tímida que parece esconder algo menos alegre. Una tarde de agosto, en un acto de impulsividad, le expliqué que me gustaba una chica, y que era Sara. Sin embargo, me arrepentí al instante de mi confesión, y me retracté con la excusa de la broma.

—Me lo puedes decir —insiste Lydia—, sabes que no diré nada.

—No dirás nada porque no hay nada que decir.

—¿No te gusta nadie?

—No.

—¿No qué?

—Que no me gusta nadie.

—¿Y por qué dijiste Sara?

—Por decir alguien. Fue la primera que me vino a la cabeza.

—Pero si nunca habéis hablado.

—¿Y?

—Pues que es raro que la primera persona que te venga a la cabeza sea alguien con quien no te relacionas.

Me siento acorralado, pero no voy a cometer el mismo error del verano. Moriré con mi secreto.

—¿Y a tí? —Contraataco—. ¿Quién te gusta?

—A mí nadie —responde con rapidez.

—¿Y este nadie va a nuestro curso?

—No cambies de tema. Dime quién te gusta.

Meneo la cabeza, cansado, y le digo:

—Tú.

Se hace el silencio.

—No me vaciles —dice Lydia al fin.

—Te has puesto roja.

—¿Yo?, ¿qué dices?

—Ve a mirarte al espejo.

—Aquí no hay espejos.

—En el baño hay uno.

—No voy a ir a mirarme porque no me pasa nada. —Vuelve a fijar la atención en el libro—. Venga, vamos a estudiar, que es a lo que hemos venido.

Pasamos un par de horas eternas allí. Al salir, vamos a dar una vuelta por el paseo marítimo. El calor sofocante del verano ha dado paso a una temperatura agradable.

—Pensaba que no ibas a venir hoy —me comenta Lydia.

—¿Creías que te iba a dejar plantada?

Se encoge de hombros en señal de afirmación.

—Si no hubiera venido, te lo habría dicho antes; no te habría dejado esperando en la puerta de la biblio.

—Qué considerado.

—Claro —le respondo con una sonrisa—. ¿Que no me conoces?

—Sí —contesta sin convencimiento.

Acompaño a Lydia a su casa y, tras despedirnos, escribo a David por Whats pero no me responde. Un rato después, cuando estoy tumbado en mi cama, me hace una videollamada. Si no fuera porque sé que ha estado en casa de Isaac, pensaría que se acaba de levantar de una siesta de cuatro horas. Tiene una cara de fumado impresionante. La sonrisa permanente que exhibe en la pantalla de mi móvil es lo único que lo salva de parecer un muerto viviente. Se descojona por cada comentario que le hago, aunque no tenga ninguna gracia. La explosión definitiva de risa llega cuando le digo que he estado en la biblioteca.

—¿En serio? —me pregunta entre carcajadas.

—Te lo juro.

—¿Qué dices?

—Sí tío.

Entiendo que se extrañe. En cuanto consigue recomponerse, me explica que ha comprado cinco euros de hierba a Isaac. Eso me parece igual de raro que mi tarde en la biblioteca, pero me reservo la opinión.

Después de cenar, me tumbo de nuevo en la cama y vuelvo al Whats. Esta vez hablo con Lydia. Me dice que podríamos quedar para estudiar más a menudo. Ambos sabemos que es la única manera de que me digne a abrir un libro. Me repite que debo aprobar este curso sí o sí para tener la ESO. Finalizado el recordatorio, confiesa que le gusta quedar conmigo para estudiar, puesto que se le hace ameno. Lo que no le gusta de mí es David. No hace falta que me lo diga porque ya ha dejado constancia de ello muchas veces. He estado junto a Lydia desde el parvulario, y con David desde 1º de la ESO. Sin embargo, nunca han congeniado entre ellos, por lo que suelen evitar la compañía del otro. No pasa nada.

Me siento raro al saber que mañana hay examen, saber de qué asignatura es y saber qué puede salir. Espero que, de aquí a unas horas, al despertar, no se me haya olvidado.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora