Entro a la habitación y me encuentro a Ainhoa tumbada en la cama, con el móvil entre las manos. Ni siquiera aparta la vista del teléfono cuando nos saludamos. Nunca la había visto sin maquillar. Está guapa. Es guapa. Tiene una belleza sencilla.
Me quedo de pie en medio de la habitación. Pasa de mí. Teclea a toda velocidad. Cuando termina, me mira.
—¿Qué haces ahí de pie? —pregunta.
—Me has dicho que venga.
—Vale, pero te puedes sentar.
Encoge un poco las piernas para dejarme espacio en la cama. Me siento a su lado y vuelve a sumergirse en la pantalla del móvil. La habitación es un caos. Parece un reflejo de su mente. Hay ropa tirada por el suelo y algunos platos y vasos encima de un mueble pequeño, junto a la cama.
Ante la posibilidad de quedarnos callados toda la eternidad, decido abrir la boca.
—¿Por qué querías verme?
Levanta la vista y me mira.
—Porque quería verte.
No sabía que se podía responder a una pregunta con las mismas palabras. Una cosa más que aprendo de Ainhoa. Deja el móvil en el mueble y me clava una mirada dura.
—¿Por qué hiciste eso ayer? —me pregunta.
El motivo por el que se me fue la olla es obvio, y ella lo sabe, pero no voy a decirlo.
—¿Te pusiste celoso?
Ya lo ha dicho. Acto seguido, su sonrisa juguetona, de burla, se dibuja en sus labios. Hacía días que no veía esa expresión en su rostro. Me encojo de hombros. No pienso confesar.
—Te pusiste celoso —afirma.
—Lo siento —le digo—; no sé qué me pasó.
Se ríe.
—Ven, acércate.
Dobla las piernas para dejarme más espacio y le hago caso. Acerca su cara y dice:
—Me gustó.
—¿El qué?
¿Me está vacilando? ¿Qué le gustó?, ¿liarse con Moussa? ¿Me ha hecho venir a su casa para reírse de mí?
—Que te pusieras así —responde.
La miro en silencio. Esta chica no deja de sorprenderme. La vida no deja de sorprenderme. Cuando intento hacer algo bien, me sale mal, y cuando intento hacer algo mal, me sale bien.
Su mirada me atraviesa. No creo que pueda resistir esta sensación mucho más.
—Tus ojos son muy bonitos —me dice por enésima vez en la vida.
Sigo sin acostumbrarme a esta frase. Por suerte, ella no espera ninguna respuesta. Ni la espera, ni me da tiempo a decir nada. Me coje del cuello de la sudadera y me besa. Cuánto he esperado este momento. Me atrae hacia sí y caigo sobre la cama, encima suyo. Nuestras bocas siguen unidas. Mis manos recorren su cintura. Noto un bulto en mi entrepierna. Intento separarme un poco para que no se dé cuenta, pero ella parece intuir mi intención y no lo permite. Lleva su mano al bulto. Sonríe. Durante un segundo, me quedo paralizado y me falta el aire. Sin embargo, es un segundo que pasa rápido. Mi mano se cruza con la suya y se posa sobre sus partes íntimas. Se muerde el labio inferior. Me baja el pantalón lo justo para que mi pene salga. Lo rodea con su mano y empieza a masturbarme. Me cuesta respirar. Meto la mano dentro de su pijama y llego a una zona húmeda. Ainhoa sonríe, pero de una forma distinta a la de siempre. Es una sonrisa cálida, sincera. Mis dedos recorren la superficie húmeda y encuentran un agujero. Se meten dentro y le cortan el aliento a Ainhoa. Los muevo con delicadeza. Siento un poco de miedo porque me encuentro en terreno desconocido. No obstante, mis dedos se contagian del ritmo de su mano y cada vez van más rápidos. La respiración se vuelve profunda; la mía y la suya, como si contuviera un secreto que lucha por escapar. Me siento torpe, pero la expresión de su rostro me reconforta. Me olvido de que existe el tiempo.
De pronto, suena la puerta de la entrada. Nos separamos a toda prisa. Me subo el pantalón y pongo las manos encima del bulto.
—¡Hostia puta! —se queja Ainhoa.
Se levanta de la cama, sale de la habitación y cierra la puerta detrás suya.
—Ay, hola —saluda una voz de mujer—. No sabía que estabas aquí.
—Sí —le responde Ainhoa—; estoy con un amigo.
—Vale.
Ainhoa vuelve a entrar.
—Es mi madre —me dice.
Sigo con las manos en la entrepierna.
—Tranquilo. —Ainhoa se ríe—. No pasa nada. No va a entrar.
Estoy de todo menos tranquilo, y no solo porque haya llegado la madre de Ainhoa. A pesar de lo que acaba de ocurrir entre nosotros, no me siento nada cómodo con este bulto. Ainhoa se sienta a mi lado.
—Primera chica a la que tocas —dice.
Se enorgullece. Para variar, no digo nada. Este comentario me recuerda que, a buen seguro, ella no vive este tipo de experiencias de la misma manera que yo. Sí, Ainhoa, eres la primera chica a la que toco, y me gustaría volver a repetirlo.
—Si te hablo algún día, ¿me contestarás? —le pregunto.
Su sonrisa de siempre. Debo conformarme con esta respuesta que no sé qué significa.
—¿Qué hiciste ayer cuando te fuiste del Long?
—No me fuí; me echaron.
—Eso.
—Nada; ir a casa.
Prefiero no preguntarle qué hizo ella, porque dudo que me resulte agradable oírlo.
—¿Tu amiga está con el Isaac? —me pregunta.
—No, que yo sepa.
—Es que ayer se volvieron a liar.
Isaac tampoco es un nombre que me resulte agradable. Siempre aparece en todas las conversaciones.
—Hacen una pareja rara —dice Ainhoa.
—No son pareja.
—Ya me entiendes.
¿Y tú y yo? Quien nos vea pensará lo mismo. Cambio de tema y hablamos de tonterías. ¿Cuánto tardará en volverse a enfadar conmigo?
De camino a casa, siento que floto. No soy consciente de nada de lo que me rodea, solo del rato que he pasado con Ainhoa, uno encima del otro. Ya lo sé; soy el único de los dos que lo vive así, pero no puedo evitarlo. Es como una especie de hechizo.
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El secreto de sus latidos
JugendliteraturHugo es un adolescente invisible más de San Lorenzo, el pueblo costero en el que se ha criado. La chica que le gusta, Sara, parece ignorar su existencia, a pesar de ir al mismo curso que él. El simple hecho de cruzar una palabra con ella es un sueño...